INTRODUCCIÓN
.
Tradicionalmente se ha dicho que mientras los hermanos separados provenientes de la Reforma Protestante tienen como gran legado la Palabra, nosotros en la Iglesia Católica tenemos los sacramentos. Está claro que un análisis somero tanto de los grandes documentos del Vaticano II, como La Lumen Gentium sobre la naturaleza de la Iglesia, como la Dei Verbum acerca de la Revelación Divina y sobre todo la Palabra de Dios, como también la Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia en manera alguna permiten que se mantenga esta noción. Lo mismo dígase de los varios rituales de los sacramentos renovados por mandato del mismo Concilio, como tantos otros documentos, como la más reciente Exhortación Apostólica de Benedicto XVI que trata de la Palabra de Dios y que nos llega como fruto del más reciente Sínodo de Obispos. Quede claro pues, que en modo alguno se puede discursar sobre los sacramentos de la Iglesia, sin dar toda su importancia a la Palabra de Dios que está íntimamente ligada a cada una de ellos.
Todos sabemos que los sacramentos son siete, pero este es un hecho que no quedó claro hasta el siglo XII, con la obra de Pedro Lombardo, llamado Maestro de las Sentencas, quien redactó lo que llegó a ser el manual fundamental de teología durante siglos. Cualquier teólogo que empezaba su carrera docente estaba casi obligado a hacer un Comentario a las Sentencias, y así lo hizo Santo Tomás de Aquino al inicio de su carrera, pues la Suma Teológica es una obra tardía que dejó sin terminar. En la misma Suma afirma la conveniencia de que sean siete los sacramentos y establece un orden entre ellos. Considera que hay una similitud entre la vida corporal y la vida espiritual, que el hombre está llamado a alcanzar la perfección en la vida corporal y también en la espiritual. El desarrollo de la vida corporal del hombre comienza con el nacimiento, prosigue con el crecimiento y se mantiene con la alimentación. Estos tres aspectos corresponden en la vida espiritual al bautismo, la confirmación y la eucaristía. En la vida humana como en la espiritual surgen las enfermedades y el hombre necesita de los oportunos remedios para vencerlos. En la vida espiritual la recuperación de la salud se realiza por medio de los sacramentos de la penitencia o reconciliación y la unción de los enfermos que son los “sacramentos de la curación”. En el caso de éste último la enfermedad física afecta también el vigor espiritual de ser humano. También está la dimensión social del hombre tan importante para su desarrollo integral que tiene dos aspectos, el del gobierno y buen orden de la sociedad, como la procreación de nuevas personas y su debida educación que corresponde al matrimonio y a la familia, como instituciones de la misma naturaleza, mientras el pastoreo de la grey del Señor lo realizan aquellos que lo representan como Cabeza de la Iglesia. Estos dos aspectos también tienen su sacramentalidad que ayuda al hombre a alcanzar la debida perfección espiritual, por un lado en el Sacramento del Orden, y por otro en el Sacramento del Matrimonio. Lo que caracteriza estos dos sacramentos es el SERVICIO a la comunidad en dos vertientes fundamentales, por lo que se denominan Sacramentos del Servicio. También entre los siete sacramentos hay un orden o jerarquía interna, siendo el bautismo el más fundamental y la eucaristía, debido a la Presencia Real y transubstanciación de toda la realidad del pan y el vino en el cuerpo y sangre del Señor, se encuentra en la cumbre de todo el sistema sacramental de la Iglesia.
Nos toca profundizar en estos dos últimos sacramentos en su vertiente de servicio a la comunidad. Primero nos fijaremos en la gran importancia que Jesucristo Nuestro Señor dio al servicio, hasta considerar toda su vida como un servicio -ministerio- que culminaba en su entrega suprema en la cruz (Mt 20,28). Veremos qué tipo de servicio está llamado a prestar en la comunidad eclesial, qué tipo de ministerio del sacramento del orden en su triple vertiente de episcopado, presbiterado y diaconado con su correspondiente carácter, para luego terminar con el servicio propio del matrimonio y la familia destinado tanto a la comunidad eclesial como al mundo entero, desde la perspectiva del sacerdocio común de todos los bautizados.
JESUCRISTO SIERVO O SERVIDOR DE TODOS
Entre los varios títulos cristológicos está el de Siervo. Sin entrar en profundidad en el análisis de este título constatamos que tiene una gran importancia. La Iglesia primitiva encontró que utilizó los cuatro Cantos del Siervo de Yahvé ( Is 42,1-9;49,1-13;3,4-11;52,12-53,12) ayudaban más que otros muchos a comprender el sentido de la entrega de Jesús en la cruz. Los exegetas discuten acerca de la identidad de este misterioso Siervo de Yahvé que tanto paralelismo tiene con Jesús en su Pasión, algunos considerando que se trata del mismo pueblo de Israel, y otros tal vez de un personaje concreto que se identifica con el pueblo. El Evangelista Mateo (12, 15b-21) aplica el texto del primer canto del Siervo a Jesús en un contexto de fuerte polémica con los fariseos en la que se puede prever el desenlace final (cfr. 27,1) en la Pasión: “Miren a ni siervo, a mi elegido, a quien prefiero. Sobre él pondré mi Espíritu para que anuncie la justicia a las naciones. No gritará, no discutirá, no voceará por las calles. No quebrará la caña débil, hasta que haga triunfar la justicia. En su nombre esperarán las naciones”. También en el libro de los Hechos en el episodio del encuentro del diácono Felipe con el eunuco, el texto que éste leía sin entenderlo, y que Felipe le explicó que ser refería a Jesús, era el Cuarto Cántico del Siervo de Yahvé (Is 52,13-53.12).
En el relato de la Última Cena de Juan el gesto del lavatorio de los pies tiene un puesto relevante (13,3-19). También podemos encontrar un cierto paralelismo con otro episodio que se encuentra en el relato de la Última Cena en San Lucas que trata de la actitud mezquina y totalmente fuera de lugar en un momento tan solemne, pues los apóstoles no encuentran cosa más importante que hacer que discutir entre ellos sobre quién era el más importante. El mismo Jesús zanca esta discusión vergonzosa con palabra tajantes: “¿Quién es mayor? ¡El que está a la mesa o el que sirve? ¿No lo es acaso el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Pero yo estoy en medio de ustedes como quien sirve”. En Juan y la misma actitud de Jesús que asume tanto un menester que correspondía a un esclavo al lavar los pies de los discípulos, como el mismo detalle de ceñirse con la toalla y agacharse para realizar este gesto. Luego Juan insiste en lo que probablemente es fruto de la larga predicación de este evangelio en la comunidad: “¿Comprenden lo que acabo de hacer? Ustedes me llaman maestro y señor, y dicen bien. Pero si yo, que soy maestro y señor les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros”. Sin embargo, este gesto tan característico de la actitud de Jesús y tan aleccionador para cualquiera que ejerce un ministerio en la Iglesia no quedó como una de los sacramentos. La Iglesia no lo vio como uno de los signos fundamentales por los que Dios comunica la gracia, que como queda definitivamente establecido por el Concilio de Trento, son siete “ni más ni menos”. Algunos comentadores consideran que el mismo gesto en Juan corresponde al relato de la institución de la Eucaristía, que de esta manera el evangelista hubiera querido hacer patente el sentido profundo de la entrega “hasta el final, o hasta el extremo” (Jn 13,1) que se concreta y se actualiza cada vez que “comemos este pan y bebemos este cáliz”.
En múltiples ocasiones vemos cómo San Pablo había asimilado el hecho de ser “Servidor de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios…” (Rom 1,1). En el himno de la kenosis (Flp 2, 5-11), se utiliza la palabra siervo o esclavo. Resume toda la vida de Jesús como un rebajarse a la condición de esclavo, “siendo de condición divina”, y la consiguiente exaltación que conduce a que “ante nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, la tierra y el abismo”.
Por lo tanto, el servicio es la actitud fundamental de Jesús, no sólo expresado en los momentos extremos de su vida, como la Última Cena y la Pasión, sino en todo momento. Así tiene que ser en el caso de aquellos que detienen el ministerio apostólico como es el caso de los obispos y presbíteros.
En cuanto a los diáconos, pues la misma palabra significa “servidor” y ellos hacen presente con su ministerio o servicio de manera más específica la “diakonía” de Jesús y de su Iglesia. El candidato a la ordenación a presbítero o sacerdote necesariamente tiene que pasar un período como diácono. De hecho no es que se gradúe del diaconado o pierde ese ministerio, sino más bien lo mantiene y asume, según el caso el de presbítero u obispo. El texto del libro de los Hechos que relata la institución de “los Siete” indica que ellos fueron designados para cumplir el servicio humilde de las mesas según las palabras de Pedro recogidos en el mismo pasaje (62): “No es justo que nosotros descuidemos la Palabra de Dios para servir a la mesa”. Sin embargo, nos puede extrañar que luego como resultado de la persecución desatada precisamente contra ellos que eran de lengua griega, al dispersarse fueran los primeros en evangelizar fuera de Jerusalén, en Samaria y otras regiones aledañas. Su ministerio no se redujo al servicio de las mesas, sino en el más fundamental de la evangelización, y también el bautismo, como podemos constatar en el caso de Felipe que bautiza al eunuco (8,30). Después de la restauración del ministerio del diaconado permanente por parte del Vaticano II, este diaconado renovado no tiene mucho recorrido para poder profundizar en su verdadero sentido en nuestro tiempo. En la antigüedad los diáconos tenían una importancia enorme como mano derecha del obispo en todo lo relacionado con el servicio de la caridad y otras. Posiblemente se perdió el diaconado permanente debido al excesivo poder que acumularon. Queda claro que la actitud de servicio de Jesús es fundamental, incluso una clave de lectura de toda su misión. Constatamos en el N.T. que los apóstoles y evangelistas asimilaron bien este hecho.
II EL SERVICIO ESPECÍFICO DEL MINISTERIO ORDENADO A FAVOR DEL PUEBLO DE DIOS.
Toda la acción de la Iglesia, en cuanto Cuerpo de Cristo y Nuevo Pueblo de Dios es de servicio a la humanidad y alcanza hacer presente el servicio del mismo Jesús a todos los hombres de todos los tiempos. Se trata pues de la misión prioritaria de la Iglesia de la evangelización como bien señala el Papa Pablo Vi en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi: “Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas” .
El Vaticano II señala que fue precisamente para que todos los hermanos alcancen la salvación que Jesucristo instituyó el sacramento del orden (Lumen Gentium 18). El anuncio del evangelio es una necesidad apremiante de la Iglesia no solamente porque de eso depende el éxito o fracaso de su misión, sino la misma suerte de la humanidad: “Pero, ¿cómo lo invocarán si no han creído en él? ¿Cómo oirán si nadie les anuncia? ¿Cómo anunciarán si no los envían?... La fe nace de la predicación, y lo que se proclama es el mensaje de Cristo” (Rom 10, 14-15). A los consagrados o separados específicamente para representar a Jesucristo Cabeza de la Iglesia les corresponde un deber más apremiante en la evangelización. También el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “ Este sacerdocio es ministerial, esta Función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio" (LG 24). Está enteramente referido Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica "un poder sagrado", que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos (cf. Mc 10,43-45; 1 P 5,3). "El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a él" (S. Juan Crisóstomo, sac. 2,4; cf. Jn 21,15-17). (CIC 1551).
¿Concretamente cómo se ha de realizar este ministerio o servicio en el caso de nosotros presbíteros y en especial los que son párrocos? Según el Código de Derecho Canónico: la parroquia “una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio” (515). “ El párroco es el pastor propio de la parroquia que se le confía, y ejerce la cura pastoral de la comunidad que le está encomendada bajo la autoridad del Obispo diocesano en cuyo ministerio de Cristo ha sido llamado a participar, para que en esa misma comunidad cumpla las funciones de enseñar, santificar y regir, con la cooperación también de otros presbíteros o diáconos, y con la ayuda de fieles laicos, conforme a la norma del derecho”
Aquí podemos resaltar la importancia fundamental de la misión de formar comunidad en la misión del párroco. Es el “pastor propio” de esa comunidad, bajo la autoridad del obispo y tiene que ejercer “la cura pastoral”, es decir conducir esa porción del Pueblo de Dios encomendada a él hacia el Reino ejerciendo así su ministerio como Buen Pastor a imagen de Jesucristo. En la comunidad está llamada a cumplir las funciones de enseñar, santificar y regir contando con la eventual colaboración de otros sean presbíteros, diáconos o fieles laicos comúnmente denominados “agentes de pastoral”. En cuanto a las cualidades que debe poseer, el mismo Derecho formula algunas como sana doctrina, probidad moral, celo por las almas y otras virtudes (c. 521,2).
Tenemos que preguntarnos acerca de la naturaleza de esa comunidad y cómo deberá de irla formando. En primer lugar tiene que estar en comunión con la Iglesia Particular bajo el Obispo diocesano. Se trata ante todo de una comunidad “católica”, es decir abierta a la comunión con las demás comunidades de la diócesis y a la universalidad de la Iglesia que es por eso “Católica”. Ciertamente el párroco está llamado a mantener relaciones de comunión y fraternidad tanto con su obispo como con los demás miembros del presbiterio de su diócesis, y sentirse parte de la gran familia de la Iglesia de todo el mundo, y del presbiterio cuya misión tampoco se restringe a su propia diócesis o parroquia. Sin embargo, en la práctica vive una relación mucho más estrecha y frecuente con su propia comunidad en su parroquia, que luego está llamada a ser “comunidad de comunidades”.
En el Nuevo Testamento podemos constatar la íntima relación que San Pablo mantenía con sus comunidades y su conciencia de paternidad espiritual con ellas. San Lucas relata la llegada de Pablo a Corinto y su encuentro con la pareja Aquila y Priscila y cómo con la ayuda de ellos, alojado en su casa y dedicándose a su propio oficio de hacer carpas, Pablo se dedicó a la evangelización y la fundación de aquella comunidad de Corinto que tantos desvelos le había de causar posteriormente ( He 18,1-16). Pablo posiblemente estaba desanimado después del fracaso de su misión en Atenas, pese a su discurso elocuente ante el Areópago. Recibe una visión nocturna de Dios que le dice: “No temas, sigue hablando y no te calles, que yo estoy contigo y nadie podrá hacerte daño, porque en esta ciudad tengo yo un pueblo numeroso”. También podemos recalcar las relaciones íntimas que mantenía con sus colaboradores, tanto Aquila como Priscila, en cuya casa se reunía la pequeña iglesia doméstica, como Silas y Timoteo. Al final de la Primera a los Corintios Pablo afirma: Los saludan las Iglesias de Asia. También les envían muchos saludos en el Señor Aquila, Prisca y toda la comunidad que se reúne en su casa. Los saludan todos los hermanos. Salúdense mutuamente con el beso santo. El saludo es de mi puño y letra: Pablo. Quien no ame al Señor sea maldito. ¿Ven, Señor, La gracia del Señor Jesús esté con ustedes. Los amo a todos en Cristo Jesús”. (1 Co 16,19-24. En la misma carta manifiesta la importancia que daba a lo que hoy llamamos la solidariedad a través de la colecta que realizaba a favor de las Iglesias pobres de Palestina.
También impresiona la larga lista de personas concretas que menciona al final de su Carta a los Romanos (c. 16), iglesia que todavía no había llegado a visitar. A cada uno de los que menciona por nombre le dedica una palabra de gratitud y reconocimiento por la labor que realiza a favor de la comunidad. Hacia los cristianos de la Iglesia de Filipo Pablo sentía un particular cariño: “porque los llevo en el corazón y porque participan conmigo de las mismas bendiciones” (Flp 1,7). Tanto la Carta a los Gálatas como la segunda a los Corintios como varios pasajes de Hechos manifiestan que la Iglesia primitiva no estaba exenta de conflictos y diferencias importantes, particularmente la que se resolvió en el así llamado Concilio de Jerusalén sobre la posición de los conversos al paganismo y la no necesidad de imponerles las leyes judías, en particular la circuncisión.
No es que en el siglo XXI podamos volver a aplicar unas recetas válidas los primeros tiempos de la Iglesia a modo de una especie de arqueología a nuestras iglesias de hoy. Las circunstancias han cambiado tanto, pero sí podemos tomar nota de las actitudes fundamentales que ellos tuvieron al abordar los temas difíciles de su época. Constatamos que Pablo sí mantenía una comunión con los demás apóstoles y la Iglesia Madre de Jerusalén, en primer lugar Pedro, pero es obvio que sus relaciones más estrechas e incluso cariñosas eran con las propias comunidades. Aunque puede haber vocaciones a la vida anacoreta, y de hecho la vocación de ermitaño está contemplada en el Derecho Canónico, lo normal es que un cristiano vive como miembro vivo de una comunidad cristiana. Puede que su primera experiencia de la comunidad eclesial sea la de una pequeña comunidad de base que forma parte de su parroquia, y esté abierto a su Iglesia Particular bajo el Obispo, como a la Gran Iglesia extendida por todo el orbe. Ciertamente los documentos del Vaticano II, como provenientes de los Papas posteriores, sea como fruto de Sínodos de Obispos o de los Papas personalmente o de la Curia Romana, resaltan mucho la comunión del presbítero con su Obispo y con sus hermanos en le presbiterio y hacen llamadas frecuentes a la fraternidad sacerdotal. Sin embargo, la situación que se vive en países como Perú donde las distancias son muy grandes y esta comunión y fraternidad sacerdotal y con el Obispo difícilmente llega a ser una realidad muy concreta, el sacerdote no puede hacer que sea su principal vivencia de comunidad eclesial, que es esencial para la vivencia del cristianismo. No digo que no debe de darse importancia a ello. También San Agustín reunió a su clero para que convivieran con él en su casa e hicieran vida comunitaria como presbiterio. Sin embargo, la situación que tenemos especialmente en Sudamérica, y cada vez más ahora en Europa no permite este tipo de vida comunitaria entre el clero diocesano, pues las distancias son enormes y el párroco puede encontrarse en un pueblo de la sierra con una multitud de caseríos a atender. Sin embargo, debería de mantenerse una gran cercanía y comunión con los miembros de su propia comunidad, una auténtica vida eclesial comunitaria. Está llamado a acompañar a su comunidad en los momentos alegres, como pueden ser las grandes fiestas, como en los momentos dolorosos. No puede ser un dictador ni un señor feudal, El modelo feudal y autoritario ya debería de haber pasado a la historia. Si bien es cierto que la naturaleza humana no puede prescindir del aspecto jurídico y las normas necesarias para el buen funcionamiento de cualquier grupo humano, pero no se ha de caer en una esclerotización provocada por la burocratización de la pastoral. El presbítero, párroco tiene que escuchar, dialogar, para que las decisiones sean consensuadas. Va a haber conflictos, pues en lo humano son inevitables, pero debería de aprenderse a resolverlos, como vemos que pasó en los Hechos de los Apóstoles. Se ha de evitar la tentación del clericalismo que puede ir a la mano de un énfasis excesivo o sacralización del papel de “vicario de Cristo, u Alter Christus”, términos tradicionalmente referidos en primer lugar al Papa, luego a los obispos, y en menor medida a los presbíteros. Sí representa a Cristo en la comunidad, pero a través de la Iglesia. Podemos recordar una anécdota acerca del Beato Cardenal John Henry Newman, cuando en el siglo XIX defendía el papel de un laicado activo y bien formado en la Iglesia en una época cuando se consideraba que a ellos les tocaba “orar, obedecer y pagar”. Decía que el clero sería un espectáculo lamentable sin el resto del Pueblo de Dios.
Se podría objetar que para lograr este tipo de relación con la comunidad el párroco necesitaría un nombramiento de más de cinco o seis años, que viene siendo lo común hoy. El Derecho Canónico pide que haya estabilidad pero no indica un tiempo determinado para el nombramiento de párroco, pero le corresponde a la Conferencia Episcopal, con la eventual aprobación de Roma, determinar para cuanto tiempo debería de ser el nombramiento. Es cierto que San Pablo no se quedaba en las comunidades que fundaba más de dos años y sus miembros eran más bien poco numerosos. No parece factible mantener este tipo de comunión con un gran número de los feligreses o la mayoría, pero se podría aspirar a que se realice con los que colaboran más estrechamente con él en la pastoral.
No es infrecuente escuchar quejas de sacerdotes y también laicos sobre la soledad del sacerdote debido al celibato, particularmente cuando le toca servir en lugares retirados, como pueden ser los de la sierra aquí en Perú. Más allá del rechazo del celibato hoy en día y el intento de casar a Jesús con la Magdalena, mientras por otro lado el modelo “hollywoodiano” del matrimonio está por los suelos, debemos de preguntaros si el modelo tradicional de la vida celibataria del sacerdote es la más adecuada hoy en día. En los primeros siglos existía el orden de las vírgenes (también había hombres consagrados a vivir el celibato en las mismas comunidades), como las viudas. A partir del siglo IV, con el fenómeno de la fuga mundi de los Padres del Desierto que luego se desarrolló en las grandes órdenes monásticas que tanta importancia han tenido a lo largo de la historia. El mismo Cura de Ars, San Juan María Vianney, en un período de su vida sentía la tentación de abandonar su parroquia e irse a un monasterio. El modelo monástico no puede ser el verdadero modelo de la consagración a Dios a favor de la Iglesia y su misión a la que está llamado el sacerdote diocesano. El modelo que presenta San Pablo, al que nos hemos referido brevemente arriba, que consiste en una gran cercanía e identidad con su comunidad y la vivencia de la verdadera paternidad espiritual será más adecuado para el sacerdote que ejerce su ministerio en medio de una comunidad parroquial. El celibato del sacerdote u otro cristiano se entiende desde el misterio del Reino y Jesús a referirse a él utiliza el término eunucos (Mt 18,11-12) implicando una renuncia, pero por un bien superior y es un don. También el cristiano que se casa o cualquiera que hace una opción en la vida renuncia a otras muchas posibles opciones para alcanzar el bien que se propone. El sacerdote renuncia al bien del matrimonio y la familia propia para seguir el ejemplo de Jesús y dedicarse más plenamente a su familia espiritual que es su comunidad y así dar vida en la Iglesia. Si vive de verdad esta vocación comunitaria y de paternidad espiritual como San Pablo, no se ve por qué tiene que sentirse aislado y sólo: “Porque aunque como cristianos tengan diez mil instructores, no tienen muchos Padres. Yo os engendré para Cristo cuando les anuncié la Buena Noticia” (1 Cor 4,15). Éste era el gran servicio o ministerio para el que vino Jesús a este mundo: dar la vida, entregarse hasta la cruz para dar vida. Una y otra vez, tanto en su evangelio como en los Hechos, San Lucas recuerda que el auténtico sentido de la Escritura, su verdadera interpretación encuentra su clave en el hecho de que Jesús tuviera que morir en la cruz y resucitar al tercer día, y que ahora le toca a la Iglesia proclamar este misterio, que es el Misterio Pascual.
Los diáconos permanentes que están casados y viven con la propia familia más cerca de la gente en las poblaciones. Por lo que he podido observar en la diócesis donde me tocó servir en Chile, y donde hay más diáconos permanentes que sacerdotes, hay una experiencia muy positiva de la misión de los diáconos y su cercanía con la gente, como la gran colaboración que prestan. Tienen sus actividades formativas, sus retiros, su Directiva que eligen y que dialoga con el Obispo acerca de todo lo referente a su vida y misión. Mayormente suelen ser personas de cierto nivel de educación que se dedican a tareas como la administración del bautismo, celebraciones donde no llega el sacerdote, catequesis de adultos y Rito de Iniciación Cristiana de Adultos, exequias, pastoral sanitaria etc. Tampoco se nota problemas en su relación con los párrocos. No se dedican a tiempo completo a esta misión pastoral, de manera que no perciben un sueldo, a no ser que ejerzan alguna actividad profesional a favor de la diócesis.
EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO CRISTIANO COMO SERVICIO A LA COMUNIDAD.
El Catecismo indica que tanto el Sacramento del Matrimonio como el del Orden están orientados hacia la salvación de los demás. “Confieren una misión particular en la Iglesia y sirven a la edificación del Pueblo de Dios” (CIC 1535). Dentro de los límites establecidos por nuestro tema preguntémonos cuáles son los principales aspectos de este servicio a la comunidad que está llamado a realizar el matrimonio y la familia cristiana. Santo Tomás de Aquino afirma que la eficacia de todos los sacramentos proviene de la Pasión de Nuestro Señor. Tradicionalmente se ha dicho que Jesús santificó el matrimonio en primer lugar por su presencia en la boda de Caná, realizando su primer milagro en un contexto particularmente gozoso como es un banquete de bodas. Sabemos también que la vida eterna se ha comparado siempre con un banquete, y probablemente el banquete más solemne y de mayor expresión de alegría la de una boda. Por eso, todavía hoy los novios se esmeran por guardar el recuerdo de ese gran momento en su vida con la ayuda de fotos y videos. El texto de mayor densidad teológico acerca del matrimonio cristiano lo encontramos en la Carta a los Efesios: “maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para limpiarla con el baño de agua y la palabra, y consagrarla, para presentar una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e irreprochable … Por eso, abandonará el hombre a su padre y su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Este símbolo es magnífico, y yo o aplico a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 24-32)
Cómo realidad natural asumida por Jesucristo para simbolizar y hacer presente en el mundo el amor indisoluble de Jesucristo por su Iglesia, manifestado en la cruz, el sacramento del Matrimonio encuentra su verdadero sentido y fecundidad. Gracias a este misterio nacen y se educan los nuevos hijos de Dios en el amor, que es lo que está llamado a manifestar en el mundo, un amor que llegó al extremo del sacrificio de la cruz. Este es el servicio fundamental que presta el matrimonio y la familia cristiana tanto a la comunidad eclesial como a la humanidad entera. A continuación a modo de resumen rápido deseo señalar algunos aspectos del matrimonio y la familia resaltados por el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia.
En la familia se aprende las primeras nociones acerca del bien y el mal, a amar y ser amado (212)
-La estabilidad de la sociedad y de las naciones depende en gran medida de la familia: Sin familias fuertes en la comunión y estables en el compromiso, los pueblos se debilitan. En la familia se aprenden las responsabilidades sociales y la solidaridad” (213).
- Otro servicio de los matrimonios cristianos a la sociedad es la “caridad conyugal” que brota de la caridad de Cristo y se inspira en el Misterio Pascual en el mundo signo e instrumento de la caridad de Cristo. “Con su misma vida, están llamados a ser testigos y anunciadores del sentido religioso del matrimonio, que la sociedad actual reconoce cada vez con mayor dificultad, especialmente cuando acepta visiones relativistas del mismo fundamento natural de la institución matrimonial. La familia es, además, como una Iglesia doméstica o pequeña Iglesia” (CDSCI 220). Creo que bajo este concepto de “caridad conyugal” se resume todo el servicio que los matrimonios cristianos están llamados a prestar a la Iglesia y al mundo. El concepto de amor hoy en día se ve más bien como un sentimiento y se identifica con el enamoramiento, una etapa ciertamente importante, pero el amor es ante todo un acto de la voluntad, una entrega que busca el bien del otro a costo de grandes sacrificios. Por esto el sacramento del matrimonio, como hemos señalado citando la Carta a los Efesios, está llamado a hacer presente en el mundo el amor y entrega de Jesucristo por su Iglesia, que lo llevó hasta la cruz.
Se trata de una doctrina ampliamente propuesta ya por el Concilio Vaticano II en particular en la Gaudium et Spes, pero ampliada y profundizada mucho más por el Papa Juan Pablo II, en muchas catequesis y cartas. Los católicos laicos constituyen casi 99.9% de la Iglesia y la mayoría de ellos viven como casados, aunque hoy día se está dando el hecho insólito de que el 50% de los niños nazcan fuera del matrimonio, con las consecuencias nefastas que eso trae no sólo para ellos sino para la sociedad entera. Parece obvio que la Iglesia tiene que potenciar el papel de los laicos y particularmente los casados en la gran tarea de la evangelización del mundo. Ya comenté el ejemplo de la misión que realizaron Aquila y Priscila en la evangelización de Corinto y otros lugares en la Iglesia primitiva, como otros que menciona San Pablo. En aquellos primeros momentos, se trataba de pequeñas comunidades domésticas. Otro ejemplo es los destinatarios de la Primera Carta de San Pedro, unas comunidades de cristianos pobres, dispersos y perseguidos en un mundo muy hostil. Le promete “una herencia que no puede destruirse, ni marchitarse reservada para ustedes en el cielo” (1,4).
Está claro que los matrimonios y familias cristianas tienen que unirse en pequeñas comunidades, para dar el testimonio que el mundo necesita, por el mismo hecho de que la familia como unidad celular de la sociedad y de la Iglesia no puede por sí sola cumplir su misión. Esto implica un compromiso de parte de la Iglesia Particular a nivel de la diócesis, de los decanatos y de las parroquias para colaborar y proporcionar la formación necesaria para que tales comunidades puedan funcionar. A diferencia de la pastoral sectorizada según edades, las pequeñas comunidades están más cerca de la familia y pueden ayudar a alcanzar el sueño de la familia como Iglesia doméstica, pues con frecuencia se reúnen en las casas de familias como sucedía en los primeros tiempos.
CONCLUSIÓN
En nuestro mundo del siglo XXI puede resultar muy difícil comprender qué sentido tiene eso de la Ascensión de Jesucristo al cielo. Tampoco parece que haya muchos espacio para la acción del Espíritu Santo en un mundo que tiende a creer que el hombre puede lograr casi cualquier cosa si se empeña en ello y persevera en el intento, si se organiza bien y aplica los recursos que le proporciona la ciencia, es decir, una especie de neopelagianismo. Los sacramentos pueden parecer unos ritos mágicos que ayudan a cumplir la función de la religión, según Marx, de ser opio del pueblo. ¿Qué significan, pues estos misterios de la Ascensión, de la venida del Espíritu Santo que estamos celebrando en estos días y cómo se relacionan con los sacramentos sobre los cuales hemos estado reflexionando?
Nuestra mentalidad occidental en buena medida sigue siendo platonista. Platón, como sabemos, junto con Aristóteles, es uno de los más grandes e importantes filósofos griegos y en cierta medida rayó la cancha para todos los pensadores posteriores, como la gente en general. Él consideraba que el mundo físico que conocemos es solamente una sombra del verdadero mundo de las ideas. Para explicar esto inventó el mito de la caverna. Se imaginaba a los hombres de nuestro mundo como unos cavernarios que veían unas sombras del verdadero mundo proyectadas en las paredes de la caverna. Unos cuantos, como unos presos que lograban escaparse de la caverna, que eran los filósofos, lograba salir a la luz del sol y descubrir el verdadero mundo que es el de las ideas o arquetipos. De esa manera no tuvo ningún aprecio por el cuerpo que consideraba un lastre que había que dejar atrás para llegar a gozar de la verdadera vida en el mundo de la contemplación de las ideas. Por eso la predicación de San Pablo en el Areópago de Atenas a los filósofos, influenciados por esta concepción, fracasó. Una vez que lo escucharon hablar de la resurrección, ya no les interesaba su mensaje. Nosotros también hemos heredado esta concepción del cielo como un lugar donde se puede liberarse del lastre del cuerpo y vivir eternamente felices. En cambio, la concepción bíblica del mundo no corresponde a esta platónica que desprecia el cuerpo. Hay una concepción mucho más unitaria. De hecho, el mundo del cielo y de la tierra están íntimamente unidos e interpenetrados. En el momento del nacimiento de Jesús el coro de los ángeles aparece cantando. Toda la misión de Jesús se concibe como una salida del Padre a estar en este mundo y luego una vuelta: “Salí del Padre y he venido al mundo, ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre” (Jn 16,28). No es que haya dejado totalmente el mundo del Padre y del cielo, sino ha asumido la condición de esclavo por la kenosis, y con la Ascensión “vuelve al Padre”, pero en su humanidad. Recordemos la gran insistencia, particularmente de San Lucas sobre el hecho de que las apariciones de Jesús resucitado no eran de un fantasma y que de hecho “comió y bebió con ellos”.
En el lenguaje de los Sinópticos, Jesús vino a proclamar el Reino de Dios, a hacerlo presente, sobre todo con su misma persona, también con los milagros, particularmente los exorcismos y las curaciones. De allí la urgencia de la conversión o una radical transformación de la propia mentalidad y actitudes, dejando al lado lo mundano marcado por el pecado y la muerte y entrando así en la dinámica del Reino. Tertuliano comentaba acerca del Padre Nuestro que es “e evangelio en breve”. De las siete peticiones, las que rezan “venga tu reino” y “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” son tal vez las que más resumen el Evangelio proclamado por Jesús. El Reino es el nuevo orden de cosas inaugurado por Jesús, primero con su persona, con su predicación, sus milagros y sobre todo con el Misterio Pascual de su muerte y resurrección. En la resurrección de Jesús se ha adelantado la consumación final del Reino e iniciado el proceso que culminará en la Parusía o segunda venido cuando Jesucristo entregará el Reino al Padre. Aquí entra la Iglesia y los sacramentos como signos e instrumentos de esta transformación que empezó con Jesús y progresa a lo largo de los siglos.
El Papa San León Magno decía en el siglo V que lo que hizo Jesucristo en su vida mortal quedó en la Iglesia a través de los sacramentos. En el caso de la Eucaristía eso queda más patente en cuanto que se trata de prefigurar la transformación final del universo cuando Jesucristo será “todo en todos”. Para ir logrando ese fin, Jesucristo fundó la Iglesia y la lanzó al mundo por la acción del Espíritu Santo. Hemos visto que los sacramentos son aquellos signos eficaces por los que El Señor Resucitado a través del Espíritu que actúa en la Iglesia va comunicando la vida divina. La actitud de Jesús de servicio humilde es una característica esencial de su actuación. Ese mismo espíritu de servicio lo ha comunicado a su Iglesia en la forma de los Sacramentos del Servicio, en primer lugar el del Orden y luego el Matrimonio. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles que arranca del bautismo. El sacramento del Matrimonio le confiere a los esposos las gracias necesarias para realizar el servicio al que están llamados en el progreso del Reino en el mundo “hasta que Él vuelva”. En la escena de la Ascensión tal y como la relata San Lucas en el capítulo primero de Hechos, los discípulos estaban viendo hacia el cielo, y aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que serían ángeles y les dice: Hombres de Galilea, ¿qué hacen ahí mirando al cielo? Este Jesús, que les ha sido quitado y elevado al cielo,, vendrá de la misma manera que lo han visto partir”. (He 11). En la escena del encuentro de Jesús resucitado con los discípulos en la montaña de Galilea, les entrega la misión de ir a evangelizar: “Vayan y hagan discípulos entre todos los pueblos, bautícenlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Yo estaré con ustedes siempre hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). Unos y otros, ministros ordenados y casados compartimos esta misión, un deber o servicio de amor (officium amoris), en palabras de San Agustín que el Papa Juan Pablo II le gustaba citar
todo es perfecto pero cuando le habres las puertas a un padre y por medio de un secreto de confesion lo decide utilizar para acostarse con mi esposa que puedo y sale con la tonteria que puede adsolver de tus pecados como lo manejarian
ResponderEliminar