sábado, 28 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

EL SACRIFICIO DE LA MISA.

En primer lugar, quisiera hacer referencia al origen de esta gran Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor. El Papa Benedicto XVI recuerda que se trata de un volver a celebrar lo que hemos celebrado el día de Jueves Santo, es decir, la Última Cena y la institución de la Eucaristía, pero no ya como parte de la Semana Santa en la que conmemoramos la Pasión y la muerte del Señor, sino bajo el prisma de la victoria de la  Resurrección. En todo caso, aunque se hace memoria de la muerte de Jesús en la cruz, el que está presente en la Eucaristía es precisamente el Cristo glorioso que reina en el cielo a la diestra del Padre. También quiero referirme a las circunstancias históricas en las que tuvo su origen esta fiesta que tanto arraigo ha tenido entre los fieles católicos a lo largo de los siglos y de manera especial a partir del Concilio de Trento en el siglo XVI, como afirmación pública y festiva de la verdadera doctrina tanto de la Presencia Real de Jesús en el Sacramento de la Eucaristía, como de la doctrina del Sacrificio de la Misa, ambas cuestionadas por los reformadores y reafirmadas por Trento.

A lo largo de todos los primeros siglos de la vida de la Iglesia no hubo ningún rechazo de la doctrina de la Iglesia acerca de la verdadera transformación (metamorphosis, según los Padres de la Iglesia) ni de la Eucaristía como el sacrificio de la Nueva Alianza, algo afirmado en las mismas palabras de la consagración de la Misa. De hecho, todos los grandes Padres de la Iglesia sin excepción se refieren a estos dos aspectos fundamentales de la Eucaristía como algo natural y tranquilamente aceptado por todos los cristianos. En el siglo IX, más o menos en tiempos de Carlo Magno, se produjo la primera controversia eucarística, y se trataba de comprender cómo Jesucristo está presente en la Eucaristía, algunos considerando que se trataba de una presencia física, al estilo de lo que pensaban los interlocutores de Jesús  en la Sinagoga de Cafernaún, como se relata en el c. 6 del Evangelio de San Juan. Esta controversia en realidad no se resolvió. Posteriormente, en el siglo XI surgió una nueva controversia cuyo protagonista fue Berengario de Tours, que negó la Presencia Real de Jesucristo en las especies eucarísticas, afirmando una presencia meramente simbólica. Fue condenado en un concilio en Roma bajo el Papa San Gregoria VII. Debido a este hecho de haber puesto en duda la verdadera doctrina de la Eucaristía se dieron en la época varios milagros eucarísticos, como una confirmación de la auténtica doctrina de la Iglesia acerca del sacramente más grande de la Eucaristía y el tesoro más precioso que tiene la Iglesia. El milagro más famoso se dio en la ciudad de Orvieto, en la Región de Umbria, la misma en la que se encuentra Asís. En el año 1264, el Padre Pedro de Praga, ahora capital de la República Checa, dudaba en su fe respecto al misterio de la transubstanciación y decidió realizar una peregrinación a Roma para orar ante la tumba de San Pedro y lograr superar sus dudas. En su viaje de regreso de Roma, estando celebrando la Misa en Bolsena, cerca de un lago, no lejos de Orvieto, la sagrada hostia sangró dejando el corporal con las manchas de la Preciosa Sangre del Señor. El Papa Urbano IV, mandó traer el corporal a Roma y constatando el hecho, extendió la Fiesta del Cuerpo de Cristo  (Corpus Christi) a toda la Iglesia.

En el mismo período en Lieja en lo que es ahora Bélgica Santa Juliana de Mont Cornillon, monja agustina, que era muy devota de la Eucaristía y tuve una visión en la que se le manifestaba la importancia de la institución de una fiesta en honor de Jesucristo en la Eucaristía. El obispo local fue el primero en instituir la fiesta y posteriormente fue nombrado Papa. Ambos hechos contribuyeron a que el Papa Urbano IV, siendo ya muy devoto de la Eucaristía, instituyera la fiesta a nivel de toda la Iglesia, el jueves después de la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Encomendó a Santo Tomás de Aquino la composición del oficio de la misma y compuso los himnos tan conocidos como Lauda Sion (Secuencia de la misa de hoy), y otras como Adoro te Devote y Pange Lingua Gloriosa, muy conocidos hasta el día de hoy. No se prescribió la procesión, pero con el pasar del tiempo se fue extendiendo la costumbre de la procesión sobre todo después del Concilio de Trento, como ya he señalado.

Pasando a las lecturas que hemos escuchado hoy, salta a la vista la referencia a la realidad del sacrificio. Hoy en día la noción de sacrificio, tal y cómo se conoce en el Antiguo Testamento y también en las religiones paganas de los tiempos bíblicos es algo muy desconocido. Se habla de sacrificar animales cuando se matan porque, en el caso de las mascotas, ya no tienen salud para que valga la pena mantenerlos en vida, o simplemente el ganado que se mata para carne. Esto no tiene nada que ver con lo que eran los sacrificios que se realizaban en el Templo de Jerusalén, tal y cómo podemos constatar en la Bibla. En primer lugar, el templo era una institución de grandísima importancia en la vida del Pueblo de Israel. Antes de la conquista de Jerusalén de parte del Rey Davida, existían varios templos a los que los israelitas acudían para rendir culto a Yavé. El primer templo fue construido por el Rey Salamón, hijo de David, alrededor el año 950 a. C. Ese templo fue destruido por el Rey Nabocodonosor de Babilonia en el año 587 a.C. Otro fue construído en su lugar una vez que el Rey de Persia Ciro permitió al pueblo volver del exilio. Ese templo fue agrandado y muy embellecido por el Rey Herodes el Grande en las décadas anteriores al nacimiento de Jesús, para ser destruido definitivamente por los romanos en el año 70 A.D. El templo era el verdadero centro de la vida de los israelitas, considerado el lugar sagrado en la tierra en donde moraba Dios mismo y el único lugar donde se podía realizar los sacrificios. A él se dirigían en peregrinación grandes multitudes en las principales fiestas de peregrinación como la Pascua y Pentecostés o de las Semanas.

El sacrificio era una ofrenda hecha a Dios, sea de un animal o unos cereales presentadas como primicias de la cosecha, en ambos casos representando la dedicación del pueblo o del individuo a Dios simbolizado sea en el animal o los frutos de la cosecha, los primeros llevados al templo como reconocimiento de la bondad de Dios al haberles concedido la cosecha. Había varios tipos de sacrificios, en algunos caso se quemaba el animal entero, llamado holocausto; en otros se quemaba la parte grasosa del animal y se comía el resto en un banquete, siendo un sacrificio de comunión, Existían sacrificios de acción de gracias y de expiación, éste último de manera especial siendo la Fiesta de Yom Kippur se celebra en el mes de octubre pidiendo a Dios el perdón de los pecados del pueblo y en el que se impone las manos sobre un carnero y se le manda al desierto, simbolizando la expiación de los pecados.

Lo que llamamos los Católicos la Celebración Eucarística o la Misa, lo llaman los Protestantes La Cena del Señor, mientras ellos rechazan la doctrina sobre el sacrificio de la Eucaristía debido a una comprensión equivocada de lo que es un sacrificio. Para la Iglesia la Eucaristía es un banquete y el mismo texto para la Misa de hoy incluye las palabras "Oh sagrado banquete en el que Cristo es recibido, la memoria de su pasión renovada ...", palabras de Santo Tomás de Aquino, que indican que sin duda hacemos memoria de la Última Cena y que de verdad la misa es un banquete, pero no sólo es eso. Con la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II, se empezó a hacer mucho hincapié en esta aspecto de la Eucaristía y se acostumbraba a no hablar ya del altar sino de la mesa. Es cierto que la Eucaristía es un gran misterio y que tiene muchos aspectos, pero no conviene dejar en la sombra el hecho de que es el sacrificio de la nueva alianza.

Los múltiples sacrificios del Antiguo Testamento, como bien demuestra la Carta a los Hebreos, tienen su perfecto cumplimiento en el sacrificio de Jesucristo en la cruz, donde derramó su sangre para liberarnos a todos de nuestros pecados y sus consecuencias. Según la misma Carta, Jesús entró en este mundo con el claro deseo de cumplir la voluntad de su Padre hasta las últimas consecuencias, o en palabras del Evangelio de San Juan "Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el fin" (13,1)  o  hasta el extremo, que es obviamente la cruz. Esta misma voluntad la expresó in extremis en la Agonía de Getsemaní, momentos antes de dar inicio a esta entrega de sí mismo con su arresto. En la Última Cena expresó esta voluntad de darse, de entregarse y derramar su sangre con las palabras que repetimos en el momento solemne de la consagración de cada Misa: "Este es el cáliz de la nueva alianza, derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados". No es de extrañar, pues, que los Padres de la Iglesia al igual que expresar la fe de la Iglesia en la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía y en el misterio que posteriormente se ha llamado transubstanciación, afirman de igual manera que la Eucaristía es  una actualización del sacrificio de Jesús en la cruz, verdadero sacrificio, no otro no otro que el de la misma cruz, renovado en cada celebración de la Eucaristía. Es más, el mismo Jesús manda que se repita hasta su vuelta gloriosa en su segunda venida o parusía (palabra griega que significa venida), cuando dice "Hacen esto en memoria mía".

Este mandato del Señor no significa solamente la repetición de un rito, sino también se aplica a la vida de cada uno de nosotros. Es una invitación a hacer de toda nuestra vida una ofrenda a Dios, como fue para Jesús, de vivir según los mismos principios que él. Esto ya lo entendía muy bien San Pablo cuando escribía a los cristianos de Roma unas tres décadas después. "Os exhorto, pues, hermanos por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual" (12,1-2). El  culto espiritual al que se refiere San Pablo en este texto es el culto según la razón, a conforme a la verdadera naturaleza del hombre como imagen y semejanza de Dios y más como hijo suyo en Jesucristo. Hay una referencia a este culto que se realiza en la Eucaristía y se completa en toda nuestra vida hecha sacrificio espiritual agradable a Dios en el Canon Romano cuando se dice:  habla de una oblación bendita, racionable y aceptable a Dios, en griego thyzía logiké. Algunos, también católicos, piensan que la noción de sacrificio está superada y por lo tanto no hay que hablar del sacrificio de la Misa, pero como es obvio de los mismos textos recogidos en la Sagrada Escritura y de la Sagrada Liturgia desde los primeros tiempos de la Iglesia, esto es falso, y nos privaría de una aspecto esencial de la Eucaristía, como se puede deducir del texto de San Pablo arriba citado.

Aprovechemos, pues esta Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor para reflexionar de la mano de nuestra lecturas de hoy la realidad del sacrificio de Jesucristo en la cruz y su actualización en la celebración de cada Eucaristía. Es una gran pena que un porcentaje muy grande de los que se han sido bautizados católicos se pasan de participar en la Eucaristía dominical. ¿Y nosotros que estamos presentes hoy en esta celebración de esta Solemnidad del Corpus Christi nos damos cuenta de la importancia de la Eucaristía en nuestra vida y de nuestra participación en ella cada domingo, y ojalá para los que pueden también durante la semana? Cada día uno ve a colas de gente en los Centros de salud y hospitales para que los médicos y personal sanitario les asistan en el cuidado de la salud física. No se dan cuenta de que la Eucaristía es, en palabras de San Ignacio de Antioquía, Mártir en Roma, muerto por las bestias en la arena, fármaco para la inmortalidad. Seguramente muchos de nosotros tenemos una buena cantidad de fármacos guardados en nuestra casa. ¿Cómo es que no acudimos a la Iglesia para recibir el verdadero remedio de los grandes males de nuestra vida, el que nos va a llevar a la vida eterna, como dice Jesús: "En verdad, si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros" (Jn 6, 53). ¿O es que somos necios y no nos interesa la vida eterna?






sábado, 21 de mayo de 2016

LA SANTÍSIMA TRINIDAD

HOMILÍA  DE LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD, 22 DE MAYO 2016.

Tal vez no pensamos mucho en el misterio de la Santísima Trinidad, cuando nos persignamos y cuando celebramos la Eucaristía.  En realidad toda nuestra liturgia desde el principio hasta el final está permeada de la presencia de la Trinidad. Uno de los principales saludos, tomado del final de la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios /113,13) reza: "La gracia de Nuestro Señor Jesucristo , el amor del Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con vosotros". En el Nuevo Testamento se cuando se dice "Dios", se está refiriendo al Padre.  Las oraciones se dirigen a Dios Padre, por su Hijo Jesucristo en la unidad del Espíritu Santo. La Plegaria  es eminentemente trinitaria. Así también el Credo que recitamos en cada Eucaristía dominical y demás solemnidades.

Todo mundo sabe que el misterio de la Santísima Trinidad es el misterio más profundo e insondable de nuestra fe y muchos cristianos piensan que no vale la pena hacer un esfuerzo por captar su significado para nosotros. En el siglo IV no era así, sobe todo en la Iglesia de habla griega. En 318 un sacerdote que era párroco de una Iglesia grande en la gran ciudad de Alejandría en Egipto, y era muy listo, propuso una explicación del misterio que provocó una gran controversia que duró casi todo el siglo. Se llamaba Arrio y era muy talentoso. Se dice que componía  himnos para propagar su doctrina. Además, tenía amigos en puestos importantes que lo apoyaban. Propuso que el Verbo o Logos, no era Dios de la misma manera que el Padre, que era una suerte de súper criatura, más perfecta que las demás criaturas y a través de él todas las demás criaturas fueron hechas, según señala San Juan en el Prólogo de su Evangelio. Arrio resumía su doctrina con la frase "hubo un tiempo en el que existía". Además, según él, una característica de la divinidad es lo que los griegos llamaban la "ingenesía", es decir, el no ser engendrado. Si el Verbo era engendrado, no era Dios, según Arrio.

El obispo de Alejandría reunió un concilio para condenar esta doctrina herética y comunicó sus conclusiones a los demás obispos. La controversia estaba servida debido a que Arrio buscó el apoyo de sus amigos obispos que tenían influencia en la corte imperial. Se trataba de la época en la que el Emperador Constantino había . logrado imponerse a todos sus adversario y volver a unificar el Imperio Romano. Como Constantino, luego de haber logrado la paz y había apostado por un imperio unido bajo el signo del cristianismo, , lo último quería era una pelea teológica entre los cristianos, pues en la época, a diferencia de hoy en día, las cuestiones teológicas provocaban apasionadas discusiones y controversias. Por lo tanto, Constantino convocó una reunión de todos los obispos en el año 325 en una pequeña ciudad cerca de su nueva capital. Constantinopla para zanjar de una vez esta cuestión.  SE trata del Primer Concilio Ecuménico. Se elaboró un credo y profesión de fe que rechazaba tajantamente las novedades arrianas. Este es el Credo Niceno que conocemos y que se recita comúnmente en la misa, aunque hay también la opción de recitar el otro Credo, el así llamado Apostóllico. El Credo compuesto en Nicea no desarrollaba la doctrina del Espíritu Santo, simplemente afirmaba "Creemos en el Espíritu Santo". Esta segunda parte fue agregada en otro Concilio en Constantinopla en el año 381, y por eso el Credo completo se denomina "niceno-constantinopolitano".

Nuestro Credo de Nicea comienza con la profesión de fe en "Dios Padre todopoderoso, que creó el cielo y la tierra..."  pero dado que Arrio no negaba este dogma, no se desarrolla más, pero sí el ataque de Arrio a la doctrina trinitaria se centra en la persona del Verbo o de Jesucristo Nuestro Señor. En primer lugar se afirma que Jesucristo es uno y es Hijo de Dios. Se trata de afirmar que no es un hijo adoptivo, herejía que había aparecido el tiempos anteriores a los de Consatntino, sino que es "Dios de Dios, luz de luz, engendrado, no creado, la la misma sustancia (o consustancial, en griego homoousios, palabra clave en todas las controversias posteriores al concilio) del Padre". La imagen de la luz indica la misma sustancia dado que la luz procede de su fuente que es el sol. Se rechaza categóricamente que Jesucristo, el Verbo, sea una criatura por más perfecta que sea, y por ellos es coeterno con el Padre, de la misma naturaleza o substancia que Él. Esto nos parece claro hoy en día y no nos provoca ningún problema, pero a lo largo de los siguientes 60 años las mentes más lúcidas de la Iglesia como San Atanasio, San Basilio, San Gregorio Nazianceno y San Gregorio de Nisa lograron esclarecer todo lo que significa esta doctrina expresada en nuestro Credo de cada domingo. Y en el Concilio de Constantinopla de 381, la doctrina de Nicea fue reiterada y la del Espíritu Santo desarrollado porque si Arrio negaba la divinidad de Jesucristo, era obvio por la misma lógica de sus posiciones  que tampoco el Espíritu Santo era Dios. Se trataba de un peligro muy grave para la Iglesia y no es un tema meramente especulativo. San Atanasio dio el el clavo cuando afirmó que "si Jesucristo no es Dios, no pudo habernos salvado". Por lo tanto el misterio de la Encarnación, el de la Trinidad y el de la Redención o nuestra salvación estén tan íntimamente unidas y si se niega uno de ellos, viene abajo todo el edificio de la fe y la salvación. La Biblia nos deja clarísimo en ambos Testamentos que el hombre no es capaz de superar el mysterium iniquitatis o todo el peso del pecado y que precisamente a través del misterio de la Encarnación de Jesucristo, segunda persona de la Trinidad que murió en la cruz y resucitó a una nueva vida junto a Dios su Padre, es "el primer nacido de entre los muertos". Es lo que hemos celebrado hace un par de semanas en la Solemnidad  de la Ascención. En su humanidad está "sentado  a la derecha del Padre" y "vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos". Esto no es mera especulación, sino tiene que ver con el fin de nuestra vida, la felicidad eterna con Dios en el cielo, y ya que Jesús ha resucitado de los muertos y alcanzado esta nueva vida como "primicia" o primer fruto, se funda nuestra esperanza de lograr al final la meta de nuestro camino terrenal.

Al escuchar nuestra primera lectura del Libro de los Proverbios, podemos constatar una gran coincidencia entre lo que recitamos en el Credo y lo que afirma este libro veterotestamentario. Sabemos que la revelación plena del misterio de la Santísima Trinidad, cosa que podemos constatar en nuestro evangelio en el que Jesús habla de la comunión de las tres personas divinas, .pero sí hay una clara preparación en el Antiguo Testamento. El libro de los Proverbios, como también el Libro de la Sabiduría contienen una anticipación de la revelación de la Trinidad, al hablar de la Sabiduría de Dios, como en nuestro pasaje de hoy y en otros del Espíritu de Dios. "El Señor me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui moldeada, desde el principio, antes que la  tierra, cuando yo existían los abismos, fui engendrada..." San Pablo llama a Jesucristo "Sabiduría de Dios", y San Juan en su Prólogo, obviamente tiene presente estos textos al escribir que "En el principio la Palabra existía y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios". (Jn 1,1-2).

El salmo 8, nuestro salmo responsorial hoy, proclama la grandeza lo maravilloso que es Dios, cosa que se descubre contemplando sus criaturas, sobre todo el hombre: "Oh, Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" . En la Biblia, el nombre es la manifestación de la persona, el él descubrimos quién es Dios y se manifiesta en primer lugar en sus criaturas.

En su Carta a los Romanos, de la que es nuestra segunda lectura, San Pablo afirma: "Nuestra esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (5,5). Ante todo podemos constatar al escuchar estas lecturas de hoy que el cristianismo no es un mero código ético, una serie de leyes que se nos imponen, sino una relación personal con el Padre a través del Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo. Para San Pablo, los paganos no tienen esperanza. Los paganos antiguos que adoraban estatuas y los dioses olímpicos de los griegos, que no eran más que proyecciones de lo humano, no tienen esperanza. Igualmente un gran porcentaje de nuestros contemporáneos no tiene esperanza porque se han olvidado de Dios y desean encontrar la felicidad pasajera y barata en el consumismo, en andar de un lado para otro en viajes, juegos, la búsqueda del placer en el sexo, en la afición al deporte, y otros pasatiempos. San Pablo dice que la verdadera esperanza no falla, porque está basada en el amor de Dios que es el Espíritu Santo, que junto con el Padre y su Hijo Jesucristo habitan en el corazón del cristiano. Porque es una verdadera esperanza, no una veleidad que hoy existe y mañana desvanece. Nada que ofrece el mundo le da al hombre una verdadera esperanza, y los neopaganos de hoy están sin esperanza al igual que los paganos antiguos contemporáneos de San Pablo. La verdadera esperanza nos llega de auténtica alegría, una alegría que perdura, que comienza en esta vida y llega a su plenitud en la vida futura porque se basa en el amor de Dios que es el Espíritu Santo y que hemos recibido.

Nuestra fiesta de hoy recoge en sí todas las grandes fiestas que hemos celebrado, la Navidad con la aparición en nuestro mundo del amor de Dios en la forma de un niño que luego cuando llega el momento de su ministerio público  proclama el Reino de Dios que se inaugura en el mundo con Él, y se entrega a sí mismo con un amor tan extremo que llega al misterio de la cruz, para luego manifestar la victoria de Dios sobre todo mal y muerte en la resurrección. En la Ascensión llega a su culminación su misión en este mundo para estar "sentado a la derecha del Padre" y al tiempo con nosotros a través del Espíritu Santo que "lo glorificará porque tomará de lo que es mío y lo anunciará", es decir en el tiempo de la Iglesia, en la esperanza de la segunda venida gloriosa del Señor  al final de los tiempos.

Dios no nos promete una "tarta en el cielo", sino nos invita a reconocer su grandeza en la creación y su obra más maravillosa de la redención, pues en ambas nos revela sus tres divinas personas y así podemos cantar con nuestro Salmo Responsorial de hoy: "Oh, Señor, dueño nuestro, "qué admirable es tu nombre en toda la tierra!"




sábado, 14 de mayo de 2016

VEN ESPÍRITU SANTO

HOMILÍA. DOMINGO DE PENTECOSTÉS, 15 DE MAYO 2016.

La Fiesta de Pentecostés tiene su origen en el Antiguo Testamento. Se llamaba Fiesta de las Semanas. Se celebraba siete semanas después de la Pascua, coincidiendo con la cosecha de la cebada. Además, hacía memoria de la Alianza de Sinaí cuando Dios entregó a Moisés las dos tablas de la ley. En los c. 19 y 20 del Libro del Éxodo se relata el encuentro de Moisés con Dios en la Monte Sinaí, la respuesta del pueblo al Dios de la Alianza en medio de truenos y relámpagos, que son señales de la presencia de Dios. San Luchas en el Libro de los Hechos cuenta que el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles como lenguas de fuego y en medio de un fuerte viento. La misma palabra “espíritu”, en griego “pneuma” y en hebreo “ruá”, se refiere al viento o respiración. En el relato de la
creación en el primer capítulo del Libro del Génesis, se dice que “La tierra era algo caótico y vacío,
y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas” (v. 2).

Hoy celebramos, pues, el nacimiento de la Iglesia. Ya, Jesús, con su misma predicación, con la vocación de los doce apóstoles y especialmente en la Última Cena cuando entregó su cuerpo y su sangre como la Nueva Alianza y en la cruz donde llevó a cabo aquello que había prometido,  dio inicio a la fundación de su Iglesia. También en la Última Cena, como hemos escuchado en nuestro pasaje evangélico de hoy, Jesús prometió la venida del Espíritu Santo como Paráclito. Esta palabra que recoge San Juan, y es el único en utilizarla, significa no tanto consolador, como algunas traducciones indican, sino abogado defensor. Jesús dice también que se trata de otro Paráclito, lo cual quiere decir que Él mismo ha sido nuestro abogado o defensor y que el Espíritu Santo asume esta misma misión al concluir su misión en la tierra.

El Salmo Responsorial (103) dice “Envía tu Espíritu, Señor, y renovarás la faz de la tierra”. Este versículo del salmo nos recuerda el del Génesis que hemos citado arriba, en cuanto que la acción del Espíritu es transformador. Renueva, transforma profundamente no sólo el interior de las personas sino todo el universo. San Pablo, el el pasaje de su Carta a los Romanos que hemos escuchado (8,8-17)
se refiere en primer lugar a la acción del Espíritu Santo en nuestra alma. Contrasta la vida según el Espíritu a la vida “según la carne”
Para San Pablo la carne significa la fuerza del mal que tiende a dominar al hombre debido al cúmulo de pecados y en primer lugar el pecado original, que nos deja heridos e incapaces de hacer el bien con facilidad. Como hemos visto, Dios entregó la Ley a su pueblo en Sinaí, pero San Pablo no deja de recordar que la Ley no basta para alcanzar la amistad con Dios, porque sigue existiendo “la ley de la carne y de la muerte” (Rom 8,2). Por ello, Dios no ha entregado la nueva ley que hace posible vivir según el Espíritu. Prosigue San Pablo: Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece...” (8,9).

En el  pasaje de los Hechos de los Apóstoles sobre el Día de Pentecostés, se dice que los apóstoles empezaron a hablar en lenguas, y da una lista de los lugares de donde procedía la multitud reunida en aquel momento. La venida del Espíritu Santo reúne todos los pueblos deshaciendo la división creada por la arrogancia de aquellos que hicieron la Torre de Babel. Ya antes de su Ascensión, Jesús había enviado a los discípulos a a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Esta es la tarea de la Iglesia. Ésta es la misión primordial de la Iglesia y dice San Lucas que "aquel día se les unieron unos tres mil" (Hechos 2,41).  La acción del Espíritu Santo afecta el interior del hombre y se expresa en la comunidad y en el universo entero. "Renovarás la faz de la tierra". 

Así como por el bautismo fuimos incorporados en Cristo y hechos miembros de la Iglesia debido a que en el bautismo simbólicamente morimos con Cristo, fuimos sepultados con Él y resucitamos con Él, el Sacramento de la Confirmación corresponde al Misterio de Pentecostés. No es que en el bautismo esté ausente el Espíritu Santo, sino que corresponde a  la Confirmación realizar en nosotros lo que realizó en aquellos primeros momentos de la Iglesia, realizó en los primeros discípulos. La palabra confirmar indica dar fuerza. 

El evangelio de la Anunciación del Ángel Gabriel a la Sma. Virgen nos dice que "el Espíritu Santo vendrá sorbe ti, y el que va a nacer será llamado Hijo de Dios". Los Padres de la Iglesia llamaban este episodio, es decir la misma Encarnación, una unción interior. Luego en el Bautismo de Jesús en el Jordán, el Espíritu descendió sobre Jesús en la forma de paloma. Sabemos que toda la vida de Jesús, sobre todo su misión pública fue realizada bajo la guía del Espíritu Santo. La teología nos enseña que todas las obras de la Santísima Trinidad ad extra son comunes a las tres divinas personas, pero que cada una las realiza según su propia personalidad, si se permite aplicar este término a las personas divinas. Luego, hemos escuchado hoy en el evangelio  la promesa de Jesús que él pediría al Padre que enviara al Espíritu Santo como otro Paráclito. Pues el Espíritu Santo le corresponde guiar y conducir al Cuerpo Místico, o la Iglesia, así como lo ha hecho en el caso de Jesús en su vida terrena. Confirmar o el Sacramento de la Confirmación corresponde en nuestro caso a lo que realizó el Espíritu con la Iglesia entera en Pentecostés. Al comunicarse, se da como fuerza transformadora, simbolizada por el viento, y como fuego simbolizando el amor de Dios, que según dice San Pablo "ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo". Mientras antes de Pentecostés, los apóstoles no se pusieron a predicar públicamente, sino más bien orar en unión con María y esperar el cumplimiento de la promesa de Jesús, ahora se lanzan sin ningún miedo a proclamar la gran noticia de la salvación que se realizó con la muerte y resurrección de Jesús. 

Antes de Pentecostés, los apóstoles y demás discípulos conocían a Jesús, y habían convivido con él a lo largo de sus más o menos tres años de ministerio público, pero una vez que llegó el peligro, una vez que Jesús fue arrestado, lo abandonaron. Se llenaron de miedo. Puede que muchos de nosotros, cristianos católicos de este inicio del silgo XXI estemos en la misma situación de aquellos primeros discípulos de Jesús, que tengamos miedo de proclamar la gran noticia de Jesús, que consideramos que somos buenas personas y no hacemos mal a nadie. Si es así, necesitamos de la fuerza que proviene del Espíritu para alcanzar una verdadera relación de amistad con él y la valentía de proclamarlo públicamente a nuestro alrededor. Hoy domingo de Pentecostés, al ver la transformación de los apóstoles y la valentía con la que proclamaron la Buena Noticia de Jesús en aquel primer Pentecostés, sea la oportunidad de cambiar nuestra actitud y darnos cuenta de que el mayor acto de caridad y de misericordia es el de evangelizar. 

También el Espíritu Santo nos entrega sus dones, tradicionalmente siete: la sabiduría, el entendimiento, el consejo,  fortaleza, el conocimiento, la piedad y el temor del Señor. Según Santo Tomás de Aquino, los dones del Espíritu Santo perfeccionan nuestra vivencia de las virtudes infusas, de manera que antes de poder recibirlos tenemos que haber logrado progresar en la fe, la esperanza, el amor a Dios y al prójimo. La sabiduría, el entendimiento y la inteligencia perfeccionan la fe. Las virtudes se desarrollan y nos perfeccionan en cuanto las practicamos. Dado que se nos comunican con la gracia santificante, y son la vivencia concreta de esta nueva vida que se nos ha comunicado en el bautismo, nos asemejan cada vez más a Jesús, En el caso de los dones, el Espíritu Santo ya no encuentra tanta resistencia en nosotros para la práctica de las virtudes y en cierto sentido actúa directamente en cuanto que nos hemos ido transformando en imagen de Jesús. La fortaleza perfecciona la virtud de la esperanza y también la de la fortaleza en cuanto que nos dispone para superar los grandes obstáculos que se nos presentan, sobre todo el peligro del martirio, pues se constata en el caso de los mártires una poderosa acción del Espíritu Santo que los lleva a entregar su vida antes de renegar la fe. Un ejemplo, entre los de miles de mártires, sería el de San Maximiliano Kolbe, que al constatar que uno a hombre, a quien iban a matar los Nazi, protestar porque tenía mujer e hijos, San Maximiliano, Fraile Franciscano, se ofreció espontáneamente para tomar el lugar de aquel pobre hombre,. Esto no lo hace cualquiera, sino uno que se ha dejado guiar por el Espíritu Santo, al igual que el mismo Jesús. El Sacramento de la Confirmación nos dispone a proclamar y defender la fe precisamente porque hace en nuestro caso lo mismo que hizo el Espíritu Santo en aquel primer Pentecostés. 

En el siglo XX ha habido más mártires cristianos que en todos los siglos anteriores, y no parece que las cosas estén mejorando en lo que llevamos del siglo XX. Al contrario, el cristianismo está siendo objeto de persecuciones en muchas partes del mundo, como por ejemplo, en Medio Oriente, en África y en Asia. Se están dando muchos martirios. Como Iglesia debemos de sentirnos cercanos a los que sufren por su fe e incluso mueren degollados o crucificados u de otro modo por su fe, orar y sacrificarnos por ellos, y también por los que han tenido que huir de sus casas y de sus países por su fe cristiana. . Recordemos que ellos no podrían dar ese testimonio si no fuera por la acción del Espíritu Santo, pero no es algo automático. Uno de los títulos del Espíritu Santo, según San Agustín, es el de  don.  Pidamos, pues, el don de la fortaleza para todos las víctimas de persecución y también para nosotros para que no tengamos miedo de dar testimonio de la fe siempre que se requiera.  Para concluir, quisiera citar algunos versículos del Himno  Secuencia Veni Sancte Spiritus que hemos escuchado antes de la proclamación del evangelio de hoy:

Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea inocente. 

Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones.
Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo.
Amén, Aleluya