sábado, 28 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

EL SACRIFICIO DE LA MISA.

En primer lugar, quisiera hacer referencia al origen de esta gran Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor. El Papa Benedicto XVI recuerda que se trata de un volver a celebrar lo que hemos celebrado el día de Jueves Santo, es decir, la Última Cena y la institución de la Eucaristía, pero no ya como parte de la Semana Santa en la que conmemoramos la Pasión y la muerte del Señor, sino bajo el prisma de la victoria de la  Resurrección. En todo caso, aunque se hace memoria de la muerte de Jesús en la cruz, el que está presente en la Eucaristía es precisamente el Cristo glorioso que reina en el cielo a la diestra del Padre. También quiero referirme a las circunstancias históricas en las que tuvo su origen esta fiesta que tanto arraigo ha tenido entre los fieles católicos a lo largo de los siglos y de manera especial a partir del Concilio de Trento en el siglo XVI, como afirmación pública y festiva de la verdadera doctrina tanto de la Presencia Real de Jesús en el Sacramento de la Eucaristía, como de la doctrina del Sacrificio de la Misa, ambas cuestionadas por los reformadores y reafirmadas por Trento.

A lo largo de todos los primeros siglos de la vida de la Iglesia no hubo ningún rechazo de la doctrina de la Iglesia acerca de la verdadera transformación (metamorphosis, según los Padres de la Iglesia) ni de la Eucaristía como el sacrificio de la Nueva Alianza, algo afirmado en las mismas palabras de la consagración de la Misa. De hecho, todos los grandes Padres de la Iglesia sin excepción se refieren a estos dos aspectos fundamentales de la Eucaristía como algo natural y tranquilamente aceptado por todos los cristianos. En el siglo IX, más o menos en tiempos de Carlo Magno, se produjo la primera controversia eucarística, y se trataba de comprender cómo Jesucristo está presente en la Eucaristía, algunos considerando que se trataba de una presencia física, al estilo de lo que pensaban los interlocutores de Jesús  en la Sinagoga de Cafernaún, como se relata en el c. 6 del Evangelio de San Juan. Esta controversia en realidad no se resolvió. Posteriormente, en el siglo XI surgió una nueva controversia cuyo protagonista fue Berengario de Tours, que negó la Presencia Real de Jesucristo en las especies eucarísticas, afirmando una presencia meramente simbólica. Fue condenado en un concilio en Roma bajo el Papa San Gregoria VII. Debido a este hecho de haber puesto en duda la verdadera doctrina de la Eucaristía se dieron en la época varios milagros eucarísticos, como una confirmación de la auténtica doctrina de la Iglesia acerca del sacramente más grande de la Eucaristía y el tesoro más precioso que tiene la Iglesia. El milagro más famoso se dio en la ciudad de Orvieto, en la Región de Umbria, la misma en la que se encuentra Asís. En el año 1264, el Padre Pedro de Praga, ahora capital de la República Checa, dudaba en su fe respecto al misterio de la transubstanciación y decidió realizar una peregrinación a Roma para orar ante la tumba de San Pedro y lograr superar sus dudas. En su viaje de regreso de Roma, estando celebrando la Misa en Bolsena, cerca de un lago, no lejos de Orvieto, la sagrada hostia sangró dejando el corporal con las manchas de la Preciosa Sangre del Señor. El Papa Urbano IV, mandó traer el corporal a Roma y constatando el hecho, extendió la Fiesta del Cuerpo de Cristo  (Corpus Christi) a toda la Iglesia.

En el mismo período en Lieja en lo que es ahora Bélgica Santa Juliana de Mont Cornillon, monja agustina, que era muy devota de la Eucaristía y tuve una visión en la que se le manifestaba la importancia de la institución de una fiesta en honor de Jesucristo en la Eucaristía. El obispo local fue el primero en instituir la fiesta y posteriormente fue nombrado Papa. Ambos hechos contribuyeron a que el Papa Urbano IV, siendo ya muy devoto de la Eucaristía, instituyera la fiesta a nivel de toda la Iglesia, el jueves después de la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Encomendó a Santo Tomás de Aquino la composición del oficio de la misma y compuso los himnos tan conocidos como Lauda Sion (Secuencia de la misa de hoy), y otras como Adoro te Devote y Pange Lingua Gloriosa, muy conocidos hasta el día de hoy. No se prescribió la procesión, pero con el pasar del tiempo se fue extendiendo la costumbre de la procesión sobre todo después del Concilio de Trento, como ya he señalado.

Pasando a las lecturas que hemos escuchado hoy, salta a la vista la referencia a la realidad del sacrificio. Hoy en día la noción de sacrificio, tal y cómo se conoce en el Antiguo Testamento y también en las religiones paganas de los tiempos bíblicos es algo muy desconocido. Se habla de sacrificar animales cuando se matan porque, en el caso de las mascotas, ya no tienen salud para que valga la pena mantenerlos en vida, o simplemente el ganado que se mata para carne. Esto no tiene nada que ver con lo que eran los sacrificios que se realizaban en el Templo de Jerusalén, tal y cómo podemos constatar en la Bibla. En primer lugar, el templo era una institución de grandísima importancia en la vida del Pueblo de Israel. Antes de la conquista de Jerusalén de parte del Rey Davida, existían varios templos a los que los israelitas acudían para rendir culto a Yavé. El primer templo fue construido por el Rey Salamón, hijo de David, alrededor el año 950 a. C. Ese templo fue destruido por el Rey Nabocodonosor de Babilonia en el año 587 a.C. Otro fue construído en su lugar una vez que el Rey de Persia Ciro permitió al pueblo volver del exilio. Ese templo fue agrandado y muy embellecido por el Rey Herodes el Grande en las décadas anteriores al nacimiento de Jesús, para ser destruido definitivamente por los romanos en el año 70 A.D. El templo era el verdadero centro de la vida de los israelitas, considerado el lugar sagrado en la tierra en donde moraba Dios mismo y el único lugar donde se podía realizar los sacrificios. A él se dirigían en peregrinación grandes multitudes en las principales fiestas de peregrinación como la Pascua y Pentecostés o de las Semanas.

El sacrificio era una ofrenda hecha a Dios, sea de un animal o unos cereales presentadas como primicias de la cosecha, en ambos casos representando la dedicación del pueblo o del individuo a Dios simbolizado sea en el animal o los frutos de la cosecha, los primeros llevados al templo como reconocimiento de la bondad de Dios al haberles concedido la cosecha. Había varios tipos de sacrificios, en algunos caso se quemaba el animal entero, llamado holocausto; en otros se quemaba la parte grasosa del animal y se comía el resto en un banquete, siendo un sacrificio de comunión, Existían sacrificios de acción de gracias y de expiación, éste último de manera especial siendo la Fiesta de Yom Kippur se celebra en el mes de octubre pidiendo a Dios el perdón de los pecados del pueblo y en el que se impone las manos sobre un carnero y se le manda al desierto, simbolizando la expiación de los pecados.

Lo que llamamos los Católicos la Celebración Eucarística o la Misa, lo llaman los Protestantes La Cena del Señor, mientras ellos rechazan la doctrina sobre el sacrificio de la Eucaristía debido a una comprensión equivocada de lo que es un sacrificio. Para la Iglesia la Eucaristía es un banquete y el mismo texto para la Misa de hoy incluye las palabras "Oh sagrado banquete en el que Cristo es recibido, la memoria de su pasión renovada ...", palabras de Santo Tomás de Aquino, que indican que sin duda hacemos memoria de la Última Cena y que de verdad la misa es un banquete, pero no sólo es eso. Con la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II, se empezó a hacer mucho hincapié en esta aspecto de la Eucaristía y se acostumbraba a no hablar ya del altar sino de la mesa. Es cierto que la Eucaristía es un gran misterio y que tiene muchos aspectos, pero no conviene dejar en la sombra el hecho de que es el sacrificio de la nueva alianza.

Los múltiples sacrificios del Antiguo Testamento, como bien demuestra la Carta a los Hebreos, tienen su perfecto cumplimiento en el sacrificio de Jesucristo en la cruz, donde derramó su sangre para liberarnos a todos de nuestros pecados y sus consecuencias. Según la misma Carta, Jesús entró en este mundo con el claro deseo de cumplir la voluntad de su Padre hasta las últimas consecuencias, o en palabras del Evangelio de San Juan "Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el fin" (13,1)  o  hasta el extremo, que es obviamente la cruz. Esta misma voluntad la expresó in extremis en la Agonía de Getsemaní, momentos antes de dar inicio a esta entrega de sí mismo con su arresto. En la Última Cena expresó esta voluntad de darse, de entregarse y derramar su sangre con las palabras que repetimos en el momento solemne de la consagración de cada Misa: "Este es el cáliz de la nueva alianza, derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados". No es de extrañar, pues, que los Padres de la Iglesia al igual que expresar la fe de la Iglesia en la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía y en el misterio que posteriormente se ha llamado transubstanciación, afirman de igual manera que la Eucaristía es  una actualización del sacrificio de Jesús en la cruz, verdadero sacrificio, no otro no otro que el de la misma cruz, renovado en cada celebración de la Eucaristía. Es más, el mismo Jesús manda que se repita hasta su vuelta gloriosa en su segunda venida o parusía (palabra griega que significa venida), cuando dice "Hacen esto en memoria mía".

Este mandato del Señor no significa solamente la repetición de un rito, sino también se aplica a la vida de cada uno de nosotros. Es una invitación a hacer de toda nuestra vida una ofrenda a Dios, como fue para Jesús, de vivir según los mismos principios que él. Esto ya lo entendía muy bien San Pablo cuando escribía a los cristianos de Roma unas tres décadas después. "Os exhorto, pues, hermanos por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual" (12,1-2). El  culto espiritual al que se refiere San Pablo en este texto es el culto según la razón, a conforme a la verdadera naturaleza del hombre como imagen y semejanza de Dios y más como hijo suyo en Jesucristo. Hay una referencia a este culto que se realiza en la Eucaristía y se completa en toda nuestra vida hecha sacrificio espiritual agradable a Dios en el Canon Romano cuando se dice:  habla de una oblación bendita, racionable y aceptable a Dios, en griego thyzía logiké. Algunos, también católicos, piensan que la noción de sacrificio está superada y por lo tanto no hay que hablar del sacrificio de la Misa, pero como es obvio de los mismos textos recogidos en la Sagrada Escritura y de la Sagrada Liturgia desde los primeros tiempos de la Iglesia, esto es falso, y nos privaría de una aspecto esencial de la Eucaristía, como se puede deducir del texto de San Pablo arriba citado.

Aprovechemos, pues esta Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor para reflexionar de la mano de nuestra lecturas de hoy la realidad del sacrificio de Jesucristo en la cruz y su actualización en la celebración de cada Eucaristía. Es una gran pena que un porcentaje muy grande de los que se han sido bautizados católicos se pasan de participar en la Eucaristía dominical. ¿Y nosotros que estamos presentes hoy en esta celebración de esta Solemnidad del Corpus Christi nos damos cuenta de la importancia de la Eucaristía en nuestra vida y de nuestra participación en ella cada domingo, y ojalá para los que pueden también durante la semana? Cada día uno ve a colas de gente en los Centros de salud y hospitales para que los médicos y personal sanitario les asistan en el cuidado de la salud física. No se dan cuenta de que la Eucaristía es, en palabras de San Ignacio de Antioquía, Mártir en Roma, muerto por las bestias en la arena, fármaco para la inmortalidad. Seguramente muchos de nosotros tenemos una buena cantidad de fármacos guardados en nuestra casa. ¿Cómo es que no acudimos a la Iglesia para recibir el verdadero remedio de los grandes males de nuestra vida, el que nos va a llevar a la vida eterna, como dice Jesús: "En verdad, si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros" (Jn 6, 53). ¿O es que somos necios y no nos interesa la vida eterna?






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