JESÚS DEVUELVE LA VIDA AL HIJO DELA VIUDA DE NAÍN.
Este domingo, después del largo intervalo en el que hemos vivido la Curesma, la Pascua y luego las fiestas recientes de la Sma. Trinidad y la Eucaristía, nuestra liturgia retoma las celebraciones que se denominan Tiempo Ordinario o Tiempo durante el año (Tempus per annum). Antes de la aplicación de la reforma litúrgica mandada por el Concilio Vaticano II se celebraba la octava de Pentecostés y los demás domingos hasta el Adiento eran domingos después de Pentecostés. Algunos se lamentan por el hecho de haberse asumido este ordenamiento de los domingos sin más referencia a Pentecostés porque consideran que este tiempo correspondería al del Espíritu Santo y la Iglesia que peregrina en la historia en espera de la vuelta del Señor en la parusía bajo la guía del Espíritu Santo. En todo caso, se ha decidido como se ha decidido y las cosas quedan así como están. Este domingo, siguiendo la lectura continua del Evangelio de San Lucas, nos toca reflexionar sobre el episodio en el que Jesús devuelve la vida al hijo único de la pobre viuda del pueblo llamado Naín. En los cuatro evangelios sólo se da este tipo de milagro tres veces, en el caso de la hija de Jairo, que se relata en los tres evangelios sinópticos, en este caso, que es exclusivo de San Luchas, y en el caso de Lázaro que sólo nos llega en el Evangelio de San Juan.
¿Cómo podemos situar este hecho que se solía llamar la resurrección del hijo de la viuda de Naín? Hoy en día, los exegetas son reacios al momento de aplicar el término resurrección estos tres milagros para distinguirlos de la resurrección de Jesús. Se prefiere el término reanimación. Ahora bien, para un cristiano de los primeros tiempos el hecho absolutamente primordial de su fe era precisamente la resurrección de Jesús de entre los muertos. San Pablo Afirma claramente que si Jesús no ha resucitado y por ende nosotros no vamos a resucitar con Él, nuestra fe es vana, vacía. No tienen ningún sentido. También ellos veían toda la vida y el ministerio de Jesús bajo el prisma de este misterio primordial de la resurrección de Jesús y la nueva vida en el Espíritu que nos promete debido a este hecho.
A lo largo de los evangelios se está planteando una y otra vez la pregunta "Quién es éste?", quién es Jesús. En los evangelios sinópticos él hace proclamación de la llegada del reino o reinado de Dios, a través de su predicación y sus milagros, mientras en el Evangelio de San Juan se habla más bien de la "vida". "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia". Al final de su Evangelio, Juan declara específicamente el motivo por el que se relata los milagros o señales, como los llama él, "para que ceáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis la vida en su nombre" (20,30). En toda la Biblia Dios es Dios de la vida y no quiere la muerte, el dolor, la angustia ni las lágrimas. Esta convicción queda claramente afirmada en una de las últimas páginas de la Biblia en el libro del Apocalípsis, al igual que en muchos libros del Antiguo Testamento: "Y enjugará las lágrimas de nuestros ojos de sus ojos, y no habrá ya muerte ni hará llanto, ni gritos ni fatiga, porque el mundo viejo ha pasado" (21,4). Esta promesa retoma una que queda expresada en el libro de Isaís 25,8). Queda clarísimo que Dios es enemigo del mal, de la muerte, del dolor y que al final va a restaurar el orden que desde el principio ha querido para el universo y que debido al mal uso del don del libre arbitrio que concedió al hombre la creación entera quedó "sometida a la vanidad" y espera ser "liberada, de la servidumbre de la corrupción" (Rom 8, 18-25). La predicación de Jesús y sus milagros son una anticipación de esta gran victoria que se realiza en primer lugar con la resurrección de Jesús y se completa en la restauración de todo el universo bajo el dominio de Jesús como rey y juez de vivos y muertos. De manera especial los milagros en los que Jesús devolvió la vida a estas tres personas apuntan al misterio de la resurrección y la victoria final sobre el mal y la muerte, sin la cual la Biblia no tendría sentido.
Ciertamente podemos constatar cómo Jesús sintió compasión de la viuda. Tenemos que darnos cuenta de las circunstancias de la época para captar todo el drama implicado en el episodio. Se trata de una viuda. Las viudas en aquella cultura eran las personas más desamparadas, pues no era posible que la mujer realizara más labores que las de la casa y la crianza de los hijos. No tendría ingresos propios y tendría que depender de la caridad de familiares y vecinos. En este caso, es más grave porque se trata de la muerte de su único hijo. Otro detalle que conviene señalar es que el evangelista se refiera a Jesús como el Señor, título celosamente reservado para el mismo Dios en el Antiguo Testamento, y es la primera vez que el evangelista lo usa refiriéndose a un episodio en la vida pública de Jesús. En San Pablo sale en la famosa himno de la kénosos en la Carta a los Filepenses (2,6-11), y es una de las primeras profesiones de fe en la persona de Jesús. Aquí se manifiesta a la vez la compasión humana de Jesús y su poder divino. Curiosamente también Jesús le dice a la viuda: "No llores". Pareciera un disparate pensar que la madre podría dejar de llorar en tales circunstancias, pero obviamente Jesús sabía perfectamente lo que iba a hacer y cómo el llanto se convertiría en alegría en pocos minutos.
Cuando Jesús manda al jóven levantarse, utiliza el verbo egerein (levantarse) como del sueño, y Lucas dice que "se sentó". No utiliza el término anástasis que quedaria reservado para el caso de la resurrección de Jesús y nuestra resurrección futura en él. Prosigue el evangelista: "el temor se apoderó de todos, y alababan a Dios..." En la Biblia, el temor es común cuando se manifiesta el poder infinito de Dios. Es decir, quedaron sobrecogidos. Es lo que sucede al Profeta Isaías cuando tiene la visión del corte celestial en el templo (c 6) y a San Pedro en la ocasión de la pesca milagrosa (Lc 5,8).
El relato concluye con: "Y lo que se decía de él se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina". El evangelio es "buena noticia" y una vez que se descubre se ha de proclamar a nuestro alrededor. Esto lo llamamos evangelización. El Papa San Juan Pablo II proclamó la necesidad de la "nueva evangelización", dirigida ya no a los habitantes de pueblos remotos a quienes no ha llegado buena noticia de Jesús, y sobre todo de su victoria sobre el mal y la muerte en su resurrección. No basta saber que Jesús era una persona extraordinaria, que fue consecuente con su mensaje, que fue compasivo como se manifiesta en el evangelio de hoy, que curó a muchos enfermos etc. Si no llegamos a la fe en la resurrección de Jesús de entre los muertos, no hemos sido evangelizados. Hay judíos y paganos que admiran la figura de Jesús tanto por su doctrina como por sus milagros, pero no son cristianos precisamente porque no creen en su resurrección. Podríamos pensar que en aquella época la gente era crédula y que les era fácil creer que Jesús pudo haber muerto una muerte horrorosa en la cruz y alcanzado una vida nueva y superior, pero no es así. No era fácil para los primeros cristianos proclamar este mensaje, como se puede constatar en el c. 17 de los Hechos de los Apóstoles cuando San Pablo habló con los filósofos de Atenas. Una vez que mencionó a Jesús que había sido ajusticiado por los romanos y que había resucitado, le dijeron que no les interesaba más su discurso.
Invito, pues a todos a reflexionar sobre lo que podemos aprender de este evangelio, es decir, el echo definitivo de la resurrección de Jesús de entre los muertos como nuestra gran esperanza. Todos nos lamentamos sobre la situación del mundo, las crisis económicas, la desigualdad, de manera que los ricos se hacen más ricos y parte de la clase media cae en la pobreza, el terrorismo, el descuido del medioambiente, la pornografía infantil y una plétora de otros males. ¿Es posible que al final se arregle todo este desaguisado creado por el hombre desde el inicio de su historia?
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sábado, 4 de junio de 2016
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