HOMILÍA.
DOMINGO DE PENTECOSTÉS, 15 DE MAYO 2016.
La
Fiesta de Pentecostés tiene su origen en el Antiguo Testamento. Se
llamaba Fiesta de las Semanas. Se
celebraba siete semanas después de la Pascua, coincidiendo con la
cosecha de la cebada. Además, hacía
memoria de la Alianza de Sinaí cuando Dios entregó a Moisés las
dos tablas de la ley. En los c. 19 y 20 del Libro del Éxodo
se relata el encuentro de Moisés con Dios en la Monte Sinaí, la
respuesta del pueblo al Dios de la Alianza en
medio de truenos y relámpagos, que son señales de la presencia de
Dios. San Luchas en el Libro de los Hechos cuenta
que el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles como lenguas
de fuego y en medio de un fuerte viento. La
misma palabra “espíritu”, en griego “pneuma” y en hebreo
“ruá”, se refiere al viento o respiración. En el relato de la
creación
en el primer capítulo del Libro del Génesis, se dice que “La
tierra era algo caótico y vacío,
y
las tinieblas cubrían la superficie del abismo, mientras el espíritu
de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas” (v. 2).
Hoy
celebramos, pues, el nacimiento de la Iglesia. Ya, Jesús, con su
misma predicación, con la vocación de los doce apóstoles y
especialmente en la Última Cena cuando entregó su cuerpo y su
sangre como la Nueva Alianza y en la cruz donde llevó a cabo aquello
que había prometido, dio inicio a la fundación de su Iglesia.
También en la Última Cena, como hemos escuchado en nuestro
pasaje evangélico de hoy, Jesús prometió la venida del Espíritu
Santo como Paráclito. Esta
palabra que recoge San Juan, y es el
único en utilizarla, significa no tanto consolador,
como algunas traducciones indican, sino abogado defensor.
Jesús dice también que se
trata de otro Paráclito,
lo cual quiere decir que Él mismo ha sido nuestro abogado o defensor
y que el Espíritu Santo asume esta misma
misión al concluir su misión en la tierra.
El
Salmo Responsorial (103) dice
“Envía tu Espíritu, Señor, y renovarás la faz de la
tierra”. Este versículo del
salmo nos recuerda el
del Génesis que hemos citado arriba, en cuanto que la acción del
Espíritu es transformador. Renueva, transforma profundamente no
sólo el interior de las personas sino todo el universo. San Pablo,
el el pasaje de su Carta a los Romanos que hemos escuchado (8,8-17)
se
refiere en primer lugar a la acción del Espíritu Santo en nuestra
alma. Contrasta la vida según el Espíritu a la vida “según la
carne”
Para
San Pablo la carne significa la fuerza del mal que tiende a dominar
al hombre debido al cúmulo de pecados y en primer lugar el pecado
original, que nos deja heridos e incapaces de hacer el bien con
facilidad. Como hemos visto, Dios entregó la Ley a su pueblo en Sinaí,
pero San Pablo no deja de recordar que la Ley no basta para alcanzar
la amistad con Dios, porque sigue existiendo “la ley de la carne y
de la muerte” (Rom 8,2). Por ello, Dios no ha entregado la
nueva ley que hace posible vivir
según el Espíritu.
Prosigue San Pablo: “Mas
vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de
Cristo no
le pertenece...” (8,9).
En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles sobre el Día de Pentecostés, se dice que los apóstoles empezaron a hablar en lenguas, y da una lista de los lugares de donde procedía la multitud reunida en aquel momento. La venida del Espíritu Santo reúne todos los pueblos deshaciendo la división creada por la arrogancia de aquellos que hicieron la Torre de Babel. Ya antes de su Ascensión, Jesús había enviado a los discípulos a a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Esta es la tarea de la Iglesia. Ésta es la misión primordial de la Iglesia y dice San Lucas que "aquel día se les unieron unos tres mil" (Hechos 2,41). La acción del Espíritu Santo afecta el interior del hombre y se expresa en la comunidad y en el universo entero. "Renovarás la faz de la tierra".
Así como por el bautismo fuimos incorporados en Cristo y hechos miembros de la Iglesia debido a que en el bautismo simbólicamente morimos con Cristo, fuimos sepultados con Él y resucitamos con Él, el Sacramento de la Confirmación corresponde al Misterio de Pentecostés. No es que en el bautismo esté ausente el Espíritu Santo, sino que corresponde a la Confirmación realizar en nosotros lo que realizó en aquellos primeros momentos de la Iglesia, realizó en los primeros discípulos. La palabra confirmar indica dar fuerza.
El evangelio de la Anunciación del Ángel Gabriel a la Sma. Virgen nos dice que "el Espíritu Santo vendrá sorbe ti, y el que va a nacer será llamado Hijo de Dios". Los Padres de la Iglesia llamaban este episodio, es decir la misma Encarnación, una unción interior. Luego en el Bautismo de Jesús en el Jordán, el Espíritu descendió sobre Jesús en la forma de paloma. Sabemos que toda la vida de Jesús, sobre todo su misión pública fue realizada bajo la guía del Espíritu Santo. La teología nos enseña que todas las obras de la Santísima Trinidad ad extra son comunes a las tres divinas personas, pero que cada una las realiza según su propia personalidad, si se permite aplicar este término a las personas divinas. Luego, hemos escuchado hoy en el evangelio la promesa de Jesús que él pediría al Padre que enviara al Espíritu Santo como otro Paráclito. Pues el Espíritu Santo le corresponde guiar y conducir al Cuerpo Místico, o la Iglesia, así como lo ha hecho en el caso de Jesús en su vida terrena. Confirmar o el Sacramento de la Confirmación corresponde en nuestro caso a lo que realizó el Espíritu con la Iglesia entera en Pentecostés. Al comunicarse, se da como fuerza transformadora, simbolizada por el viento, y como fuego simbolizando el amor de Dios, que según dice San Pablo "ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo". Mientras antes de Pentecostés, los apóstoles no se pusieron a predicar públicamente, sino más bien orar en unión con María y esperar el cumplimiento de la promesa de Jesús, ahora se lanzan sin ningún miedo a proclamar la gran noticia de la salvación que se realizó con la muerte y resurrección de Jesús.
Antes de Pentecostés, los apóstoles y demás discípulos conocían a Jesús, y habían convivido con él a lo largo de sus más o menos tres años de ministerio público, pero una vez que llegó el peligro, una vez que Jesús fue arrestado, lo abandonaron. Se llenaron de miedo. Puede que muchos de nosotros, cristianos católicos de este inicio del silgo XXI estemos en la misma situación de aquellos primeros discípulos de Jesús, que tengamos miedo de proclamar la gran noticia de Jesús, que consideramos que somos buenas personas y no hacemos mal a nadie. Si es así, necesitamos de la fuerza que proviene del Espíritu para alcanzar una verdadera relación de amistad con él y la valentía de proclamarlo públicamente a nuestro alrededor. Hoy domingo de Pentecostés, al ver la transformación de los apóstoles y la valentía con la que proclamaron la Buena Noticia de Jesús en aquel primer Pentecostés, sea la oportunidad de cambiar nuestra actitud y darnos cuenta de que el mayor acto de caridad y de misericordia es el de evangelizar.
También el Espíritu Santo nos entrega sus dones, tradicionalmente siete: la sabiduría, el entendimiento, el consejo, fortaleza, el conocimiento, la piedad y el temor del Señor. Según Santo Tomás de Aquino, los dones del Espíritu Santo perfeccionan nuestra vivencia de las virtudes infusas, de manera que antes de poder recibirlos tenemos que haber logrado progresar en la fe, la esperanza, el amor a Dios y al prójimo. La sabiduría, el entendimiento y la inteligencia perfeccionan la fe. Las virtudes se desarrollan y nos perfeccionan en cuanto las practicamos. Dado que se nos comunican con la gracia santificante, y son la vivencia concreta de esta nueva vida que se nos ha comunicado en el bautismo, nos asemejan cada vez más a Jesús, En el caso de los dones, el Espíritu Santo ya no encuentra tanta resistencia en nosotros para la práctica de las virtudes y en cierto sentido actúa directamente en cuanto que nos hemos ido transformando en imagen de Jesús. La fortaleza perfecciona la virtud de la esperanza y también la de la fortaleza en cuanto que nos dispone para superar los grandes obstáculos que se nos presentan, sobre todo el peligro del martirio, pues se constata en el caso de los mártires una poderosa acción del Espíritu Santo que los lleva a entregar su vida antes de renegar la fe. Un ejemplo, entre los de miles de mártires, sería el de San Maximiliano Kolbe, que al constatar que uno a hombre, a quien iban a matar los Nazi, protestar porque tenía mujer e hijos, San Maximiliano, Fraile Franciscano, se ofreció espontáneamente para tomar el lugar de aquel pobre hombre,. Esto no lo hace cualquiera, sino uno que se ha dejado guiar por el Espíritu Santo, al igual que el mismo Jesús. El Sacramento de la Confirmación nos dispone a proclamar y defender la fe precisamente porque hace en nuestro caso lo mismo que hizo el Espíritu Santo en aquel primer Pentecostés.
En el siglo XX ha habido más mártires cristianos que en todos los siglos anteriores, y no parece que las cosas estén mejorando en lo que llevamos del siglo XX. Al contrario, el cristianismo está siendo objeto de persecuciones en muchas partes del mundo, como por ejemplo, en Medio Oriente, en África y en Asia. Se están dando muchos martirios. Como Iglesia debemos de sentirnos cercanos a los que sufren por su fe e incluso mueren degollados o crucificados u de otro modo por su fe, orar y sacrificarnos por ellos, y también por los que han tenido que huir de sus casas y de sus países por su fe cristiana. . Recordemos que ellos no podrían dar ese testimonio si no fuera por la acción del Espíritu Santo, pero no es algo automático. Uno de los títulos del Espíritu Santo, según San Agustín, es el de don. Pidamos, pues, el don de la fortaleza para todos las víctimas de persecución y también para nosotros para que no tengamos miedo de dar testimonio de la fe siempre que se requiera. Para concluir, quisiera citar algunos versículos del Himno Secuencia Veni Sancte Spiritus que hemos escuchado antes de la proclamación del evangelio de hoy:
Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea inocente.
Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones.
Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo.
Amén, Aleluya
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