HOMILÍA,
DOMINGO VI DE PASCUA, CICLO C.
Santo
Tomás de Aquino afirmaba que la obra de la santificación, es decir
la gracia, o en palabras de los Padres Griegos, la divinización, es una obra mayor que la misma creación del universo. En estos últimos domingos del tiempo de Pascua, nos ha tocado la lectura del discurso de despedida de Jesús en la Última Cena, según el relato de San Juan. Dice Jesús en el pasaje del evangelio que hemos escuchado: "Si alguno me ama, guardará mis palabra, el Padre lo amará y haremos morada en él" (14,23). Del primer capítulo del Libro del Génesis podemos concluir que Dios, al haber creado al hombre a su imagen y semejanza, no quería solamente que alcanzara su plena felicidad viviendo en el mundo maravilloso que había creado. Por el contrario, creó el universo y el hombre como su criatura más perfecta, a su imagen semejanza, para que llegara a una comunión íntima con Él para toda la eternidad.
Dice Jesús: "Si alguno me ama", pero si nosotros somos capaces de amar a Dios, es porque Él nos ha amado primero, como el mismo San Juan afirma en su Primera Carta. Prosigue: "guardará mis mandamientos". La palabra griega traducida por "guardar" significa "tener presente, ante la vista". Hoy en día, el concepto de obediencia y someterse o guardar mandamientos no está muy apreciado. Aquí está claro que si no guardamos los mandamientos de la ley de Dios, no podemos decir que amamos a Dios. Hay quien dice que es buena persona, que tiene buenas intenciones, pero luego no cumple lo que Dios manda. En realidad se engaña y el carácter de uno se manifiesta en los actos. Jesús nos asegura que el amor y el cumplimiento de los mandamientos tiene como consecuencia que "el Padre lo amará y vendremos a Él". Con estas palabras se refiere del misterio llamado la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo. Por eso dice Jesús, "hacemos morada en Él". El justo en palabras bíblicas y teológicas es la persona que ha rechazado el pecado y ha entrado en la amistad con Dios, y es de verdad hijo de Dios y hermano de Jesús. Es, en otras palabras el estado de gracia". "Haremos morada en él", aquí Jesús utiliza una palabra que significa el hogar, el lugar donde uno vive habitualmente. Luego reitera lo que acaba de decir, añadiendo que "el que no me ama no guarda mis palabras". En varias ocasiones en la historia de la Iglesia, han surgido grupos que consideraban que ellos habían un alto nivel de espiritualidad, despreciando el cuerpo y que no importaban qué pecados de la carne cometían, que eran "espirituales". Esta herejía se dio con mucha fuerza en el siglo II, y se llama gnosticismo. Volvió a surgir en el siglo XII e inicios del siglo XIII. El Evangelio es clarísimo, al afirmar que el que no cumple los mandamientos de Jesús, de la ley de Dios, es decir, los diez mandamientos, y sobre todo el nuevo mandamiento entregado por Jesús el la misma Última Cena: "amaso los unos a los otros como yo os he amado".
El cielo consiste precisamente en esta comunión con las tres divinas personas y su inhabitación plena en nosotros, y nosotros en ellas, juntamente con todos los ángeles y santos. Obviamente, en este mundo se realiza de una forma imperfecta dado que estamos sólo en el camino y como afirma San Pablo "en esperanza fuimos salvados" y la esperanza tiene como objetivo un bien futuro y difícil de alcanzar. La fe, dice San Pablo, trata de cosas no vistas y la esperanza de cosas que todavía no poseemos, o no poseemos plenamente. Con frecuencia las oraciones litúrgicas de la misa piden que lo que hemos compartido en la Eucaristía la alcancemos plenamente en la vida futura. También hay que decir que la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma de los justos no los deja iguales. Al contrario, provoca un cambio radical en el mismo ser de la persona, cambio que se expresa luego en sus a través de las virtudes infusas, en primer lugar, la fe, la esperanza y la caridad, llamadas virtudes teologales, en cuanto que tienen directamente a Dios como objeto y no podríamos tenerlas o practicarlas sin estar en estado de gracia o de comunión y amistad con las tres divinas personas. No debe de extrañarnos el hecho de que muchos santos y místicos han expresado el deseo ardiente de estar ya plenamente con el Señor. San Pablo dice a los Filipenses: "No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo... Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús" (3, 12.14).
El gran enemigo de este estado de amistad, de filiación divina a la que estamos llamados es obviamente el pecado grave o mortal. También los pecados veniales, aunque no nos llevan a perder este estado, reducen nuestro amor a Dios y nos debilitan de manea que contribuyen a que podamos perder este estado dichoso e inmerecido que es el mayor bien que podríamos tener. Por eso, es muy importante y necesario ante todo conocer los mandamientos de la ley de Dios, saber lo que la Iglesia enseña en el Catecismo y confiar en la ayuda de la gracia para poder vivir alcanzar la meta que Dios ha fijado para nuestra vida. Como dice San Ignacio de Loyola, debemos pedir a Dios la gracia de aborrecer el pecado, porque es la mayor desgracia que podríamos experimentar. Muchos piensan que la falta de salud, o la enfermedad es el mayor mal que nos puede afligir, pero pese a ser una idea muy extendida, es totalmente falsa. San Pablo escribe a los filipense refiriéndose a la situación del cristiano que todavía vive en este mundo: "Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y le me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús" (3,12-14). Y Santa Teresa de Jesús se expresa de manera similar en sus famosos versos: "Vivo sin vivir en mí, tan alta vida espero, que muero porque no muero... ¡Ay, qué larga es esta vida! ¡Qué duros estos destierros,esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero,que muero porque no muero".
Jesús prosigue: "Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho" (14,26). Todo lo que hace Dios, lo hacen las tres personas divinas, cada una según su característica específica. El Padre tiene la iniciativa y manda a su Hijo al mundo y esa misma acción la completa a través del Espíritu santo, de manera que está presente en el seno de su Iglesia, como podemos constatar en nuestra primer lectura y luego en dos semanas cuando celebraremos la gran fiesta de Pentecostés. Nuestra lectura de hoy del Libro de los Hechos de los Apóstoles se refiere al problema que surgió en la Iglesia primitiva cuando se fueron integrando a los primeros paganos en ella. Algunos de procedencia judía consideraban necesario la aceptación de toda la ley de Moisés y en concreto la circuncisión y las leyes dietéticas. San Pablo se opuso terminantemente a esta posición, como podemos constatar en las cartas a los Gálatas y a los Romanos. No es la ley de Moisés la que nos salva sino la fe en Jesucristo. Los apóstoles se reúnen en Jerusalén para dirimir esta cuestión y dicen: "Nos ha parecido bien a nosotros y el Espíritu Santo". Es decir, que se dejaron guiar por el Espíritu Santo.
San Juan introduce la palabra "Paráclito" que significa "abogado" o "consolador". El Espíritu Santo en la Iglesia recuerda al los apóstoles, y por ellos a sus sucesores, los obispos, todo lo que Jesús nos ha enseñado. Es decir, el Evangelio no se queda en letra muerta en un mero libro, sino por la acción del Espíritu Santo que guía a su Iglesia hacia la verdad plena (recordemos que Jesús es la Verdad, la revelación de todo lo que el Padre ha querido comunicarnos).
En cuanto a la acción del Espíritu Santo en el alma del cristiano, es igualmente importante. No nos basta saber lo que Jesús ha enseñado en el Evangelio, hay que ponerlo en práctica en nuestra vida concreta. En un mundo tan secularizado que glamoriza el pecado, y a través de la presión del grupo, de las campañas de los medios de comunicación, y la practica totalidad de la cultura popular actual, nos manda mensajes contrarios a la Palabra de Dios, a los mandamientos de la Ley de Dios que son manifestación de su amor y el camino de la verdad, el Espíritu Santo nos mueve, nos inspira, nos urge, nos ayuda a formar una conciencia recta. Además, el Espíritu Santo es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo. Por eso en referencia a Él se utiliza el símbolo del fuego, es decir, fuego de amor.
Agradezcamos, pues, al Señor este mensaje tan consolador que nos entrega la Iglesia en la Liturgia de la Palabra en este Sexto Domingo de Pascua. La vida cristiana les parece a muchos un peso insoportable que les impone una serie de reglas y normas que no los deja ser libres. Eso sería verdad si no fuera que las normas o mandamientos son manifestación del amor de Dios y un camino de verdadera liberación de la esclavitud del error, del pecado y de la muerte, es decir, la segunda muerte, como el Libro del Apocalipsis llama el infierno. San Agustín afirma que el amor aligera el peso, y si el Espíritu Santo es el amor de Dios Padre por el Hijo, y es Consolador, ¿cómo no alegrarnos al saber que no sólo Dios nos manda hacer el bien, sino que nos entrega su misma fuerza que es precismente el Espíritu Santo, para que podamos permanecer en Él y Él en nosotros.
Jesús prosigue: "Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho" (14,26). Todo lo que hace Dios, lo hacen las tres personas divinas, cada una según su característica específica. El Padre tiene la iniciativa y manda a su Hijo al mundo y esa misma acción la completa a través del Espíritu santo, de manera que está presente en el seno de su Iglesia, como podemos constatar en nuestra primer lectura y luego en dos semanas cuando celebraremos la gran fiesta de Pentecostés. Nuestra lectura de hoy del Libro de los Hechos de los Apóstoles se refiere al problema que surgió en la Iglesia primitiva cuando se fueron integrando a los primeros paganos en ella. Algunos de procedencia judía consideraban necesario la aceptación de toda la ley de Moisés y en concreto la circuncisión y las leyes dietéticas. San Pablo se opuso terminantemente a esta posición, como podemos constatar en las cartas a los Gálatas y a los Romanos. No es la ley de Moisés la que nos salva sino la fe en Jesucristo. Los apóstoles se reúnen en Jerusalén para dirimir esta cuestión y dicen: "Nos ha parecido bien a nosotros y el Espíritu Santo". Es decir, que se dejaron guiar por el Espíritu Santo.
San Juan introduce la palabra "Paráclito" que significa "abogado" o "consolador". El Espíritu Santo en la Iglesia recuerda al los apóstoles, y por ellos a sus sucesores, los obispos, todo lo que Jesús nos ha enseñado. Es decir, el Evangelio no se queda en letra muerta en un mero libro, sino por la acción del Espíritu Santo que guía a su Iglesia hacia la verdad plena (recordemos que Jesús es la Verdad, la revelación de todo lo que el Padre ha querido comunicarnos).
En cuanto a la acción del Espíritu Santo en el alma del cristiano, es igualmente importante. No nos basta saber lo que Jesús ha enseñado en el Evangelio, hay que ponerlo en práctica en nuestra vida concreta. En un mundo tan secularizado que glamoriza el pecado, y a través de la presión del grupo, de las campañas de los medios de comunicación, y la practica totalidad de la cultura popular actual, nos manda mensajes contrarios a la Palabra de Dios, a los mandamientos de la Ley de Dios que son manifestación de su amor y el camino de la verdad, el Espíritu Santo nos mueve, nos inspira, nos urge, nos ayuda a formar una conciencia recta. Además, el Espíritu Santo es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo. Por eso en referencia a Él se utiliza el símbolo del fuego, es decir, fuego de amor.
Agradezcamos, pues, al Señor este mensaje tan consolador que nos entrega la Iglesia en la Liturgia de la Palabra en este Sexto Domingo de Pascua. La vida cristiana les parece a muchos un peso insoportable que les impone una serie de reglas y normas que no los deja ser libres. Eso sería verdad si no fuera que las normas o mandamientos son manifestación del amor de Dios y un camino de verdadera liberación de la esclavitud del error, del pecado y de la muerte, es decir, la segunda muerte, como el Libro del Apocalipsis llama el infierno. San Agustín afirma que el amor aligera el peso, y si el Espíritu Santo es el amor de Dios Padre por el Hijo, y es Consolador, ¿cómo no alegrarnos al saber que no sólo Dios nos manda hacer el bien, sino que nos entrega su misma fuerza que es precismente el Espíritu Santo, para que podamos permanecer en Él y Él en nosotros.
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