HOMILÍA, V
DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO, CICLO C, 24 DE ABRIL 2016.
A
lo largo de los últimos domingos en este ciclo de Pascua hemos tenido
la gracia de poder escuchar una selección de lecturas del Libro del
Apocalipsis, o de la Revelación, el libro con el que culmina toda la
Biblia. Para muchos es un libro bastante desconocido debido al género
literario apocalítpica, palabra procedente del griego que significa
precisamente revelación,
es decir, recorrer el velo. También el Libro de Daniel pertenece al
mismo género, que se empezó a utilizar en Israel en los últimos
siglos del período del Antiguo Testamento cuando ya no había más
profetas. Se caracteriza por grandes visiones, la presencia de
animales exóticos con muchos cuernos, alas y otras características
curiosas, con la intervención de ángeles etc. Hay otros libros de
este tipo que no forman parte de la Biblia tanto del tiempo anterior a
la venida de Jesús como posterior. En el caso del Apocolipsis de
Juan (se discute si se trata del apóstol San Juan u otro Juan), está
situado alrededor del año 96 A.D. durante la persecución del
Emperador Domiciano, y tiene como fin la consolación de los fieles
perseguidos, asegurándoles del hecho de que Dios, que ha creado el
mundo de la nada y lo ha hecho todo bueno, no va a abandonarlo, sino
por el contrario, que Jesucristo resucitado está sentado a la
diestra de Dios, como Cordero y que el poder de Dios que lo resucitó
de los muertos va a prevalecer y rectificar todo lo malo que existe
en el mundo. Les invito encarecidamente a tomar la Biblia y leer este
libro maravilloso, que no llevará mucho tiempo. Se puede encontrar
en línea algún comentario que puede ayudar a comprender su mensaje,
además de la introducción y las notas que las Biblias modernas
suelen tener para guiarnos.
El
pasaje que nos toca comentar hoy está al inicio del penúltimo
capítulo. El vidente ve “un cielo nuevo y una tierra nueva”,
algo ya prometido en el libro de Isaías 66,18 y mencionado en la
Segunda Carta de Pedro 3,13. Estamos acostumbrados pensar que el
Apocalipsis promete la destrucción del mundo que conocemos, pero
no es así. Si Dios ha creado el mundo de la nada y todo lo vio como
bueno, ¿cómo entonces va a querer destruirlo? Por otro lado, la
Biblia está a mil leguas de una visión platónica de desprecio de
lo material, sobre todo cuando nos presenta la fe en la resurrección
y la restauración de todas las cosas. Ciertamente Dios castigó a
su pueblo por sus pecados e infidelidad a la alianza, pero era para
que recapacitara y volviera la buen camino. Aquí se trata de
eliminar de la tierra todo lo que proviene del dominio del mal que se
estableció desde el primer pecado: la idolatría, las inmensas
injusticias, la mentira que proviene del demonio, la infidelidad, la
soberbia y la arrogancia, en general toda estructura del mal y del
pecado que ha dominado en el mundo desde la caída de Adán y Eva y
su expulsión del paraíso. En cambio, todo el mundo material, con
toda su belleza, todos los animales, incluso los más raros que ni
siquiera conocemos, todo es bueno y todo se va a renovar, a volver a
su estado prístino como han salido de la mano de Dios. Este proceso
de nueva creación se ha iniciado sobre todo con la resurrección de
Jesucristo y nosotros hemos ingresado en él por el bautismo. San
Pablo afirma: “Pues sabemos que la creación entera gime hasta el
presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros
que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo”. (Rom 8, 22-23).
El
autor prosigue diciendo que el mar desapareció.
Al hombre bíblico le provocaba gran angustia y temor el mar. Se lo
imaginaba como lleno de monstruos y las tormentas y los oleajes se
provocaban angustia. Los barcos en general navegaban lo más cerca de
la costa posible. No es cómo en nuestros días cuando miles de
barcos enormes pertrechados con muchos dispositivos de navegación y
posibilidades de prever el tiempo, cruzan los océanos. Igualmente
los grandes aviones vuelan encima de los mares y los polos. Para
tener una idea de cómo era la navegación en aquel tiempo podemos
leer el relato de los Hechos de los Apóstoles del viaje de San Pablo
a Roma y su naufragio en la Isla de Malta. No es que el mar vaya a
desaparecer o que la gente de aquellos tiempos odiara el agua, sino
que se van a acabar todos estos aspectos amenazantes del mar.
“Y
vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de
junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo”.
En la Biblia, la ciudad de Jerusalén no es un mero pedazo de
tierra con unas calles y edificios. Una ciudad es un lugar de
convivencia, de cultura de intercambio entre las personas con sus
hogares, sus espacios de comercio, de servicios públicos, de
recreación y demás. Jerusalén es “la ciudad santa”, pues allí
se encontraba el templo, el lugar sagrado donde moraba el mismo Yavé,
el Dios de Israel. También lugar de peregrinación del pueblo, y del
mismo Jesús con San José y María. Allí está el monte Sión donde
estaba el templo y al llegar allí los peregrinos se llenaban de
alegría, al cantar los salmos compuestos para tales ocasiones.
Jerusalén es simbólico y representa la Iglesia, esposa de Cristo y
madre.
Jerusalén
está “engalanada como una novia ataviada para su esposa”. Esta frase nos recuerda el Libro del Cantar de los Cantares, que en
realidad es un canto de amor entre esposas, asumido en la Biblia como
expresión del amor de Dios por su pueblo, visto como un amor
esponsal, por lo tanto de grandisima intimidad. Este idea se
encuentra en los los profetas, como por ejemplo, Oseas o Ezequiel.
San Pablo en su Carta a los Efesios retoma este tema del amor
esponsal de Dios y lo aplica a la Iglesia, manifestando que el
Sacramento del Matrimonio es una manifestación del amor de Cristo
por su Iglesia, que se manifestó en la cruz, por lo tanto es fiel y
sacrificado.
Como
comentaba arriba, el templo era la “morada de Dios en medio de su
pueblo”, pero eso ha cambiado porque según nuestro texto del
Apocalipsis, pues
en esta nueva Jerusalén que baja del cielo no hay templo. Para
comprender esto, podemos recordar el relato del Evangelio de San Juan
sobre la expulsión de los vendedores del templo. Los judíos se
quejan con Jesús se preguntan con qué autoridad había hecho eso.
“Respondió Jesús, Destruid ese templo y en tres días lo
levantaré”. Luego dice el evangelista “Pero él hablaba del
Santuario de su cuerpo”. (Jn 2,13-22). Así se entiende por qué no
hay templo en la nueva Jerusalén, porque el verdadero templo, es
decir, lugar del encuentro y de la morada de Dios entre los hombres
es el cuerpo resucitado de Jesús. En realidad el cielo es “estar
en Cristo Jesús” o “con Él” como tantas veces repite San
Pablo. No es de extrañar, pues que el mismo Pablo diga que “Porque
habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios.
Cuando aparezca -Cristo vida vuestra, entonces también vosotros
apareceréis gloriosos con él” (Col 3, 3-4).
“Y
enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá
llanto, ni gritos, ni fatiga, porque el mundo viejo ha pasado”. Nos
conviene ponderar esta promesa de Dios, pues desde el inicio de la
presencia del hombre en el mundo se ha derramado un océano de
lágrimas debido a tantos dolores, injusticias, pérdidas de seres
queridos, guerras, masacres y males de todo tipo. ¿Acaso Dios se iba
a mantener indiferente ante tanto dolor y angustia en un mundo
marcado por el pecado y abocado a la muerte? “El
mundo viejo ha pasado”. Hoy vivimos en un mundo que pese a unos
progresos materiales impresionantes en el terreno de la ciencia y la
tecnología, está cargado de angustia de depresión, de
desesperanza. Una gran mayoría de los habitantes de nuestro mundo,
sobre todo el mundo Occidental ex-cristiano piensa que el goce de
los bienes que este mundo puede proporcionar, el confort, vacaciones
en lugares exóticos, placer sexual y abundante dinero pueden apagar
la sed que tiene de verdadera paz, de auténtica felicidad. En
realidad se está comprando una falsa felicidad, a un precio muy
alto, como el de matar a millones de niños antes de nacer, de no
querer tener hijos o tener uno sólo y por ello entregar a esos pocos
hijos un mundo dominado por otra cultura basada en unos conceptos de
un dios que odia al resto de la humanidad que no quiere someterse a la
dictadura del Islam que está en auge.
Resumiendo,
dice Dios, “Mira que hago un mundo nuevo” y “Escribe. Estas son
palabras ciertas y verdaderas”. La realidad es que Dios ya ha
inaugurado la creación de este mundo nuevo con la resurrección de
su Hijo Jesucristo, Nuestro Señor. A
nosotros y todos nos bautizados nos toca hacer crecer las semillas de
este nuevo mundo que Dios va creando y cuya creación terminará en
la venida gloriosa de Nuestro Señor al final de los tiempos. Nuestro
mundo ha perdido la fe en Dios y ya no hace caso de las promesas de
Dios que son infalibles y se cumplirán, como ya se han cumplido en
la vida de Jesús, de su Santísma Madre María y en la vida de
millones de mártires, de santos a lo largo de los siglos. En la
Vigilia Pascual hemos renovado nuestras promesas bautismales y hemos
renunciado a Satanás, y al mundo. Hay que decir que en la Biblia la
palabra mundo tiene dos significados. Por un lado se refiere al mundo
maravilloso que Dios ha creado, incluyendo a todos los hombres y que
Dios ama: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que
todo el que crea en Él no perezca, sin que tenga vida eterna” (Jn
3,16). Por otra parte, está el mundo entendido como la suma de todo
lo que se opone al proyecto del amor de Dios, el pecado, el mal y la
muerte. En este sentido se habla de secularismo, en cuanto la palabra
saeculum
en latín puede significar siglo
o mundo,
en el sentido de poner nuestra confianza sólo en lo que puede
ofrecer este mundo, marcado por el mal.
Preguntémonos
si estamos colaborando con Dios, con Jesús resucitado y con el
Espíritu Santo en la construcción de este nuevo mundo que está
realizando. Para
ello, en primer lugar tenemos que acrecentar nuestra fe en Dios y en
Jesucristo, conocerlo a través de su Palabra y de la doctrina de la
Iglesia y conformar nuestra vida a todo lo que nos enseña. La fe se
necesariamente comporta
una gran esperanza, nos ha de engendrar “a una esperanza viva” (1
Pe 1,3). El Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica Spe Salvi, que
trata prescisamente de la esperanza cristiana, afirma: En
este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos
el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los
pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto,
no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad
positiva, se hace llevadero también el presente. De este modo,
podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente una « buena
noticia », una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel
momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era
sólo « informativo », sino « performativo ». Eso significa que
el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden
saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida.
La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en
par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una
vida nueva. (Spe Salvi, 2). Según San Pablo, los paganos no tienen
esperanza. Pues hay muchos neopaganos en nuestro mundo que no tienen
esperanza, ni saben qué sentido tiene la vida. El Papa señala que
el cristianismo no es mera información, sino “comporta hechos y
cambia la vida”.
Estamos llegando la final de esta celebración de
la Pascua de este año 2016. Conviene que nos preguntemos si de
verdad el mensaje del triunfo de Jesús sobre el mal y la muerte en
su Pascua ha cundido en nuestro corazón y en nuestra vida. La fe y
la esperanza tienen una dinámica que se completa en la caridad, es
decir, el amor a Dios y al prójimo. Muchas personas son conscientes
de la necesidad de ser solidarios y la solidariedad está de modo hoy
en día con tantas ONG que realizan campañas a favor de los
necesitados. Sin embargo, la filantropía no basta. Sin
la fe en Dios y la esperanza firme en el cumplimento de sus promesas,
tampoco podemos vivir la caridad o el amor cristiano, que no es mera
filantropía. Se nota que muchos tienen conciencia de sus
obligaciones hacia el prójimo y hacia los más necesitados, pero se
olvidan de que primer viene Dios, como dice la expresión antigua en
español: Primero Dios.
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