San
Pablo dice en la segunda lectura de hoy de la Primera Carta a los
Corintios: “por la gracia de Dios soy lo que soy”. Se puede decir
lo mismo de San Pedro, siguiendo lo que hemos leído en nuestro
evangelio de hoy según San Lucas. La predicación de Jesús, y sobre
todo sus milagros atraía a tanta gente en la ribera del Lago de
Galileo que subió en la barca de San Pedro para poder seguir con su
predicación. Jesús sube a la barca de San Pedro sin ninguna
invitación, un poco como si uno de nosotros se metiera en el coche
de otro sin ser invitado. Algo similar pasa con la vocación del
profeta Isaías en nuestra primera lectura. El profeta se encuentra
en el templo y tiene una visión del cielo, de Dios con sus ángeles,
un poco como si se tratara de la corte de un rey. Dios se hace
presente libre y espontáneamente en la vida de Isaías, pero no lo
fuerza, sino que manifiesta su deseo de enviar a alguno como profeta
e Isaías generosamente se ofrece: “Aquí estoy, mándame a mí”.
Lo mismo sucede con la conversión de San Pablo en el camino a
Damasco. Tiene una visión fulgurante de Jesús en el cielo quien le
manifiesta su vocación y su misión. San Pablo queda ciego debido al
esplendor de la luz celestial y consiente a ser llevado a la Iglesia
para poder ser bautizado y eventualmente convertirse en el apóstol
de las gentes. Así también con San Pedro, al subir Jesús a su
barca sin ser invitado. Lo mismo dígase de la Sma. Virgen en la
Anunciación del Ángel, y los demás profetas. Se trata del modo de
proceder de Dios al entrar en la vida de los que llama, procedimiento
que podríamos llamar “la invasión de la gracia”. Queda
expresado también el el capítulo segundo de libro del Apocalipsis,
cuando Jesús resucitado y glorioso dice: “He aquí que estoy a la
puerta y llamo. Si alguno me llama, entraré y cenaremos juntos”.
Es decir, Jesús quiere entrar en una relación íntima de comunión
y fraternidad con todos nosotros, simbolizado como el hecho de
compartir la mesa entre familiares y amigos”. A San Juan Pablo II
expresó esta idea en la ocasión de la inauguración de su
Pontificado en la Plaza de San Pedro el 22 de octubre de 1978, con
las palabras: “Abrid de par en par las puertas a Jesucristo”.
Veamos,
pues con más detalle, este dinamismo de la vocación divina que es
una gracia extraordinaria que topa con la vida de todos los
personajes bíblicos y también de los santos y que también llega a
nosotros, si no nos cerramos a la acción gratuita y maravillosa de
Dios. San Pedro había hecho un cierto camino en el conocimiento de
Jesús pero todavía no había abandonado todo para seguirlo a fondo.
Jesús toma la iniciativa de subir a la barca de Pedro, pero no sólo
eso sino luego de terminar la prédica, manda a Pedro salir a la
parte profunda del lago para pescar: “Rema mar adentro y echad las
redes para pescar”. Pedro y su hermano Andrés eran pescadores
profesionales y podrían haber pensado “¿quién es éste para
decirnos a nosotros cómo, cuando y dónde tenemos que pescar”.
Es más, como todo mundo sabe, la pesca se realiza con mucho más
éxito en la noche que en pleno día. Sin embargo, Pedro tenía ya un
cierto conocimiento de Jesús, de quién era y de qué era capaz. Por
lo tanto, responde: “Maestro, hemos pasado la noche bregando y no
hemos cogido nada; sin embargo, por tu palabra echaré las redes”.
En latín se dice “Duc in altum”, traducido sería “lánzate a
las aguas profundas”. San Pedro y sus compañeros quedaron
pasmados por la gran cantidad de peces que cogieron y él se expresó
de esta manera: “Apártate, Señor, que soy un pecador”. También
el Profeta Isaías tuvo una reacción similar cuando él se encontró
con el Dios vivo en el templo de Jerusalén, como hemos escuchado en
la primera lectura, y reaccionó de manera semejante a la de San
Pedro: “Ay de mí, estoy perdido!. Yo, hombre de labios impuros,
que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis
ojos al Rey y Señor de los Ejércitos”.
Dado
que los relatos evangélicos tienen un nivel más profundo de
significado que lo que se puede deducir de una lectura de los meros
hechos del relato, procuremos desentrañar un poco algo de este
significado que posiblemente no encontramos en un primer vistazo. En
todos los evangelios se está planteando claramente la pregunta
fundamental acerca de Jesús: “¿Quién es? Los vecinos de Nazaret
pensaban que sabían quién era, pues lo conocían como el hijo de
José y María, y como carpintero, y no les cabía en la mente que
pudiera hacer milagros tan extraordinarios. Ellos tenían un
conocimiento muy superficial y rudimentario de él, un poco como lo
que solemos tener de nuestros vecinos. Podemos suponer que hasta
cierto punto San Pedro también tenía este tipo de conocimiento de
Jesús, pero la pesca milagrosa tuvo tal impacto en su alma que, al
igual que Isaías en el templo exclamó y proclamó su propia
pecaminosidad e indignidad ante una clara manifestación de la
divinidad de Jesús, pues sólo Dios puede hacer las cosas que hace
Jesús. Así va invadiendo el alma de San Pedro la gracia de Dios y
poco a poco va progresando hasta que en el momento central cuando
Jesús está con sus discípulos en Cesarea de Filipo y les pregunta
quién dice la gente que es. Pedro no tiene duda en responder y así
llegar a ser el primero en profesar la fe en Jesús como Mesías e
Hijo de Dios. Sin embargo, como sabemos, Pedro tenía un conocimiento
todavía incipiente de quién era realmente Jesús. No lograba
superar los conceptos comunes entre la gente y los mismos conocedores
de la Escritura, según los cuales el Mesías sería un rey guerrero
al estilo del David. Este bloqueo fue lo que llevó a San Pedro a
negar a Jesús, no ante el Gobernador, ni ante el Sumo Sacerdote,
sino ante una esclava.
En
el caso nuestro, también tenemos que recorrer un camino semejante al
de San Pedro. Primero un encuentro con la verdadera realidad de
Jesús, e ir progresando en este conocimiento, también superando los
obstáculos que se nos presentan como los que hicieron tropezar a
Pedro. El encuentro con Jesús es totalizante. No le interesa
seguidores que pongan cualquier otra cosa por delante de Él, sea la
familia, los bienes materiales, la fama, el poder, pues todo esto es
un gran obstáculo dado que Jesús resume su mensaje en “amar a
Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todo el alma, y al
prójimo como a uno mismo”. Requiere un cambio, un vuelco radical
de toda nuestra mentalidad, de nuestra actuación. Si nos
consideramos “buena gente”, y al compararnos con otros, como el
Fariseo de la Parábola del Fariseo y el Publicano, estamos a mil
leguas de haber dejado a Jesús apoderarse de nuestro ser y nuestro
corazón. Si nos parece suficiente no ser delincuentes, o no haber
cometido pecados muy graves, como es el caso del fariseo, estamos
lejos de Jesús y no hemos abierto nuestras puertas para que él
entre en nuestro corazón y se apodere de él. Comenta San Lucas al
terminar el relato del Fariseo y el Publicano, que “este volvió a
su casa justificado, y
aquél no”. La justificación quiere decir ponerse derecho ante
Dios, pasar de un estado de enemistad con Dios debido al pecado a la
amistad con él. Eso no se da sin el paso fundamental de reconocer
con humildad los propios pecados y confesarlos, cosa que no hizo el
Fariseo, pese a todas las buenas obras, como el ayuno, la limosna y
las oraciones (Lc 18,9-14).
A
continuación voy a traer algunos casos de grandes conversiones que
nos pueden iluminar y ayudar a comprender cómo suele actuar la
gracia de Dios al invadir las almas de personas que se dejan
sobrecoger por Él.
Hay
casos muy conocidos como el de San Francisco de Asis que era un
joven cualquiera de una familia acaudalada que le gustaba los juegos,
la compañía de sus amigos y que se metió en una guerra con la
ciudad vecina de Perugina. En el proceso de la recuperación de sus
heridas se encontró con Jesús a través de la lectura del Evangelio
y cambió radicalmente su vida hasta llegar a renunciar a todo,
siguiendo al pie de la letra lo que encontró en el Evangelio y en la
Plaza de Asis, delante del obispo se desnudó, renunciando a lo que
le pedía su padre, para seguir a Jesús pobre y humilde.
También
es conocida la historia de la conversión de San Ignacio de Loyola
que también era soldado y quedó herido un un sitio de Pamplona de
parte de tropas franceses. En su casa en Loyola, no encontrando
libros de caballería, como las que trata Cervantes en el Quijote,
los únicos libros que encontraba en su casa era una vida de Jesús y
otra de Santos. Poco a poco fue abandonando su deseo de honor y le
iba cundiendo en el alma la idea de hacer grandes cosas por Dio, como
las que habían hecho San Francisco y Santo Domingo. Su proceso fue
lago también como el de San Pedro, pero una vez que abrió la puerta
al Señor, todo iba cambiando en su vida.
No
tenemos que recurrir a siglos pasados para encontrar ejemplos de
grandes conversiones. La Madre Teresa de Calcuta, que próximamente
será canonizada por el Papa Francisco, fue una monja buena y
fervorosa que era profesora en un colegio de niñas de familias
acomodadas de Calculta en el año 1948. En su caso no se trata de una
conversión de una vida de pecado alejada de Dios, sino a una entrega
más radical a las exigencias del evangelio. En el tren en un viaje
hacia otra parte de la India para hacer su retiro anual, sucedió la
que ella llamaba “su vocación dentro de la vocación”, en cuento
recibió una muy fuerte moción del Señor para dejar la seguridad de
su vida de monja en el convento de las Madres Ursulinas y fundar una
nueva congregación de monjas dedicada a atender a los más pobres de
los pobres. Fue una opción durísima para ella, pues se trataba de
recoger a los más abandonados que se encontraban en las calles de
aquella ciudad en un país en el que la religión mayoritaria es el
hinduismo, según la cual a esa gente le tocó esa “karma”, y no
hay que hacer nada, más que abandonarla a su destino.
También
en el siglo XX, el escritor francés André Frossard, cuenta su
conversión de ser un militante de extrema izquierda, más que ateo,
es decir, como totalmente indiferente a la religión. El libro en
el que cuenta la historia de su conversión se titula: “Dios
existe, yo me lo encontré”. Aquí están algunas de sus palabras
escogidas del mismo libro:
Habiendo
entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio
Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía
de una amistad que no era de la tierra.
Habiendo
entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que
escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas
muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar
—hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a
la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia
humanas—, volví a salir, algunos minutos más tarde, «católico,
apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y arrollado por la
ola de una alegría inagotable.
Al
entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el
bautismo, y que miraba en torno a sí, con los ojos desorbitados, ese
cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires,
esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver
el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo.
Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones
intelectuales en las que me había repantigado, ya no existían; mis
propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban
cambiados.”
Testimonios
de este tipo de conversiones hay muchísimos. Otro autor francés,
Georges Bernanos, comenta que “los convertidos son molestos”. ¿Y
por qué son molestos? ¿Será porque nosotros, los que hemos
recibido el bautismo de niños no tomamos en serio el inmenso don de
la fe, nos hemos acostumbrado a lo maravilloso que es ese don hasta
el punto de aburrirnos y buscar otros caminos para encontrar sentido
para nuestra vida? Tanto en el caso de los grandes personajes
bíblicos como Isaías, San Pedro, San Pablo y otros, la conversión
si es un momento clave en sus vidas, pero los coloca en un camino que
tienen que recorrer hasta el final y serle fiel a es Dios, ese Jesús
que los llamó en un momento, como en el caso de los santos a lo
largo de la historia de la Iglesia. Jesús inauguró su predicación,
según podemos recoger en el inicio del Evangelio de San Marcos, con
las palabras: “El
tiempo se ha cumplido, convertíos y creed el Evangelio” (1,15).
Ahora estamos a punto de dar inicio a la Cuaresma de este año. La
Cuaresma ha de ser un tiempo de reflexión, de examen de conciencia
y de redirigir nuestra vida hacia el camino marcado por Jesús. El
concepto de conversión se expresa en el Evangelio con dos palabras
griegas: “metanoia” (cambio de mente o de mentalidad), y
“epistrofé” (cambio de rumbo o como dar vuelta en U cuando nos
damos cuenta que andamos por un camino equivocado. La conversión ha
de pasar también por el Sacramento de la Penitencia o la Confesión,
pues es el camino marcado por el mismo Jesús para alcanzar la
misericordia de Dios, máxime en este año declarado Año de la
Misericordia por el Papa Francisco. La palabra misericordia en su
significado etimológico quiere decir que el corazón (cor en latín)
se conmueve por la miseria, pues es lo que hace el corazón de Dios
hacia nosotros y lo que nos invita a hacer nosotros antes la miseria
espiritual, moral y física de nuestros semejantes. En la Oración
Salve
Regina nos
dirigimos a María Santísima como “Madre de Misericordia”, y
haremos bien en aplicarnos a nosotros mismos las últimas palabras de
María que se encuentran en el Evangelio y dirigidas a los sirvientes
en la boda de Cana: “Haced lo que Él os diga”.
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