sábado, 6 de febrero de 2016

JESÚS ENTRA EN LA VIDA DE SAN PEDRO O LA INVASIÓN DE LA GRACIA.

HOMILÍA V DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO CICLO C
 
San Pablo dice en la segunda lectura de hoy de la Primera Carta a los Corintios: “por la gracia de Dios soy lo que soy”. Se puede decir lo mismo de San Pedro, siguiendo lo que hemos leído en nuestro evangelio de hoy según San Lucas. La predicación de Jesús, y sobre todo sus milagros atraía a tanta gente en la ribera del Lago de Galileo que subió en la barca de San Pedro para poder seguir con su predicación. Jesús sube a la barca de San Pedro sin ninguna invitación, un poco como si uno de nosotros se metiera en el coche de otro sin ser invitado. Algo similar pasa con la vocación del profeta Isaías en nuestra primera lectura. El profeta se encuentra en el templo y tiene una visión del cielo, de Dios con sus ángeles, un poco como si se tratara de la corte de un rey. Dios se hace presente libre y espontáneamente en la vida de Isaías, pero no lo fuerza, sino que manifiesta su deseo de enviar a alguno como profeta e Isaías generosamente se ofrece: “Aquí estoy, mándame a mí”. Lo mismo sucede con la conversión de San Pablo en el camino a Damasco. Tiene una visión fulgurante de Jesús en el cielo quien le manifiesta su vocación y su misión. San Pablo queda ciego debido al esplendor de la luz celestial y consiente a ser llevado a la Iglesia para poder ser bautizado y eventualmente convertirse en el apóstol de las gentes. Así también con San Pedro, al subir Jesús a su barca sin ser invitado. Lo mismo dígase de la Sma. Virgen en la Anunciación del Ángel, y los demás profetas. Se trata del modo de proceder de Dios al entrar en la vida de los que llama, procedimiento que podríamos llamar “la invasión de la gracia”. Queda expresado también el el capítulo segundo de libro del Apocalipsis, cuando Jesús resucitado y glorioso dice: “He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno me llama, entraré y cenaremos juntos”. Es decir, Jesús quiere entrar en una relación íntima de comunión y fraternidad con todos nosotros, simbolizado como el hecho de compartir la mesa entre familiares y amigos”. A San Juan Pablo II expresó esta idea en la ocasión de la inauguración de su Pontificado en la Plaza de San Pedro el 22 de octubre de 1978, con las palabras: “Abrid de par en par las puertas a Jesucristo”.

Veamos, pues con más detalle, este dinamismo de la vocación divina que es una gracia extraordinaria que topa con la vida de todos los personajes bíblicos y también de los santos y que también llega a nosotros, si no nos cerramos a la acción gratuita y maravillosa de Dios. San Pedro había hecho un cierto camino en el conocimiento de Jesús pero todavía no había abandonado todo para seguirlo a fondo. Jesús toma la iniciativa de subir a la barca de Pedro, pero no sólo eso sino luego de terminar la prédica, manda a Pedro salir a la parte profunda del lago para pescar: “Rema mar adentro y echad las redes para pescar”. Pedro y su hermano Andrés eran pescadores profesionales y podrían haber pensado “¿quién es éste para decirnos a nosotros cómo, cuando y dónde tenemos que pescar”. Es más, como todo mundo sabe, la pesca se realiza con mucho más éxito en la noche que en pleno día. Sin embargo, Pedro tenía ya un cierto conocimiento de Jesús, de quién era y de qué era capaz. Por lo tanto, responde: “Maestro, hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; sin embargo, por tu palabra echaré las redes”. En latín se dice “Duc in altum”, traducido sería “lánzate a las aguas profundas”. San Pedro y sus compañeros quedaron pasmados por la gran cantidad de peces que cogieron y él se expresó de esta manera: “Apártate, Señor, que soy un pecador”. También el Profeta Isaías tuvo una reacción similar cuando él se encontró con el Dios vivo en el templo de Jerusalén, como hemos escuchado en la primera lectura, y reaccionó de manera semejante a la de San Pedro: “Ay de mí, estoy perdido!. Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos”.

Dado que los relatos evangélicos tienen un nivel más profundo de significado que lo que se puede deducir de una lectura de los meros hechos del relato, procuremos desentrañar un poco algo de este significado que posiblemente no encontramos en un primer vistazo. En todos los evangelios se está planteando claramente la pregunta fundamental acerca de Jesús: “¿Quién es? Los vecinos de Nazaret pensaban que sabían quién era, pues lo conocían como el hijo de José y María, y como carpintero, y no les cabía en la mente que pudiera hacer milagros tan extraordinarios. Ellos tenían un conocimiento muy superficial y rudimentario de él, un poco como lo que solemos tener de nuestros vecinos. Podemos suponer que hasta cierto punto San Pedro también tenía este tipo de conocimiento de Jesús, pero la pesca milagrosa tuvo tal impacto en su alma que, al igual que Isaías en el templo exclamó y proclamó su propia pecaminosidad e indignidad ante una clara manifestación de la divinidad de Jesús, pues sólo Dios puede hacer las cosas que hace Jesús. Así va invadiendo el alma de San Pedro la gracia de Dios y poco a poco va progresando hasta que en el momento central cuando Jesús está con sus discípulos en Cesarea de Filipo y les pregunta quién dice la gente que es. Pedro no tiene duda en responder y así llegar a ser el primero en profesar la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Sin embargo, como sabemos, Pedro tenía un conocimiento todavía incipiente de quién era realmente Jesús. No lograba superar los conceptos comunes entre la gente y los mismos conocedores de la Escritura, según los cuales el Mesías sería un rey guerrero al estilo del David. Este bloqueo fue lo que llevó a San Pedro a negar a Jesús, no ante el Gobernador, ni ante el Sumo Sacerdote, sino ante una esclava.
En el caso nuestro, también tenemos que recorrer un camino semejante al de San Pedro. Primero un encuentro con la verdadera realidad de Jesús, e ir progresando en este conocimiento, también superando los obstáculos que se nos presentan como los que hicieron tropezar a Pedro. El encuentro con Jesús es totalizante. No le interesa seguidores que pongan cualquier otra cosa por delante de Él, sea la familia, los bienes materiales, la fama, el poder, pues todo esto es un gran obstáculo dado que Jesús resume su mensaje en “amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todo el alma, y al prójimo como a uno mismo”. Requiere un cambio, un vuelco radical de toda nuestra mentalidad, de nuestra actuación. Si nos consideramos “buena gente”, y al compararnos con otros, como el Fariseo de la Parábola del Fariseo y el Publicano, estamos a mil leguas de haber dejado a Jesús apoderarse de nuestro ser y nuestro corazón. Si nos parece suficiente no ser delincuentes, o no haber cometido pecados muy graves, como es el caso del fariseo, estamos lejos de Jesús y no hemos abierto nuestras puertas para que él entre en nuestro corazón y se apodere de él. Comenta San Lucas al terminar el relato del Fariseo y el Publicano, que “este volvió a su casa justificado, y aquél no”. La justificación quiere decir ponerse derecho ante Dios, pasar de un estado de enemistad con Dios debido al pecado a la amistad con él. Eso no se da sin el paso fundamental de reconocer con humildad los propios pecados y confesarlos, cosa que no hizo el Fariseo, pese a todas las buenas obras, como el ayuno, la limosna y las oraciones (Lc 18,9-14).

A continuación voy a traer algunos casos de grandes conversiones que nos pueden iluminar y ayudar a comprender cómo suele actuar la gracia de Dios al invadir las almas de personas que se dejan sobrecoger por Él.

Hay casos muy conocidos como el de San Francisco de Asis que era un joven cualquiera de una familia acaudalada que le gustaba los juegos, la compañía de sus amigos y que se metió en una guerra con la ciudad vecina de Perugina. En el proceso de la recuperación de sus heridas se encontró con Jesús a través de la lectura del Evangelio y cambió radicalmente su vida hasta llegar a renunciar a todo, siguiendo al pie de la letra lo que encontró en el Evangelio y en la Plaza de Asis, delante del obispo se desnudó, renunciando a lo que le pedía su padre, para seguir a Jesús pobre y humilde.

También es conocida la historia de la conversión de San Ignacio de Loyola que también era soldado y quedó herido un un sitio de Pamplona de parte de tropas franceses. En su casa en Loyola, no encontrando libros de caballería, como las que trata Cervantes en el Quijote, los únicos libros que encontraba en su casa era una vida de Jesús y otra de Santos. Poco a poco fue abandonando su deseo de honor y le iba cundiendo en el alma la idea de hacer grandes cosas por Dio, como las que habían hecho San Francisco y Santo Domingo. Su proceso fue lago también como el de San Pedro, pero una vez que abrió la puerta al Señor, todo iba cambiando en su vida.

No tenemos que recurrir a siglos pasados para encontrar ejemplos de grandes conversiones. La Madre Teresa de Calcuta, que próximamente será canonizada por el Papa Francisco, fue una monja buena y fervorosa que era profesora en un colegio de niñas de familias acomodadas de Calculta en el año 1948. En su caso no se trata de una conversión de una vida de pecado alejada de Dios, sino a una entrega más radical a las exigencias del evangelio. En el tren en un viaje hacia otra parte de la India para hacer su retiro anual, sucedió la que ella llamaba “su vocación dentro de la vocación”, en cuento recibió una muy fuerte moción del Señor para dejar la seguridad de su vida de monja en el convento de las Madres Ursulinas y fundar una nueva congregación de monjas dedicada a atender a los más pobres de los pobres. Fue una opción durísima para ella, pues se trataba de recoger a los más abandonados que se encontraban en las calles de aquella ciudad en un país en el que la religión mayoritaria es el hinduismo, según la cual a esa gente le tocó esa “karma”, y no hay que hacer nada, más que abandonarla a su destino.

También en el siglo XX, el escritor francés André Frossard, cuenta su conversión de ser un militante de extrema izquierda, más que ateo, es decir, como totalmente indiferente a la religión. El libro en el que cuenta la historia de su conversión se titula: “Dios existe, yo me lo encontré”. Aquí están algunas de sus palabras escogidas del mismo libro:

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.
 Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar —hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas—, volví a salir, algunos minutos más tarde, «católico, apostólico, romano», llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.
 Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba en torno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantigado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.”
Testimonios de este tipo de conversiones hay muchísimos. Otro autor francés, Georges Bernanos, comenta que “los convertidos son molestos”. ¿Y por qué son molestos? ¿Será porque nosotros, los que hemos recibido el bautismo de niños no tomamos en serio el inmenso don de la fe, nos hemos acostumbrado a lo maravilloso que es ese don hasta el punto de aburrirnos y buscar otros caminos para encontrar sentido para nuestra vida? Tanto en el caso de los grandes personajes bíblicos como Isaías, San Pedro, San Pablo y otros, la conversión si es un momento clave en sus vidas, pero los coloca en un camino que tienen que recorrer hasta el final y serle fiel a es Dios, ese Jesús que los llamó en un momento, como en el caso de los santos a lo largo de la historia de la Iglesia. Jesús inauguró su predicación, según podemos recoger en el inicio del Evangelio de San Marcos, con las palabras: “El tiempo se ha cumplido, convertíos y creed el Evangelio” (1,15). Ahora estamos a punto de dar inicio a la Cuaresma de este año. La Cuaresma ha de ser un tiempo de reflexión, de examen de conciencia y de redirigir nuestra vida hacia el camino marcado por Jesús. El concepto de conversión se expresa en el Evangelio con dos palabras griegas: “metanoia” (cambio de mente o de mentalidad), y “epistrofé” (cambio de rumbo o como dar vuelta en U cuando nos damos cuenta que andamos por un camino equivocado. La conversión ha de pasar también por el Sacramento de la Penitencia o la Confesión, pues es el camino marcado por el mismo Jesús para alcanzar la misericordia de Dios, máxime en este año declarado Año de la Misericordia por el Papa Francisco. La palabra misericordia en su significado etimológico quiere decir que el corazón (cor en latín) se conmueve por la miseria, pues es lo que hace el corazón de Dios hacia nosotros y lo que nos invita a hacer nosotros antes la miseria espiritual, moral y física de nuestros semejantes. En la Oración Salve Regina nos dirigimos a María Santísima como “Madre de Misericordia”, y haremos bien en aplicarnos a nosotros mismos las últimas palabras de María que se encuentran en el Evangelio y dirigidas a los sirvientes en la boda de Cana: “Haced lo que Él os diga”.








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