HOMILÍA, SEGUNDO
DOMINGO DE CUARESMA, CICLO C: LA TRANSFIGURACIÓN
Si nos fijamos en
las oraciones de las misas de estos días de Cuaresma, nos daremos
cuenta de que constantemente nos invitan a la penitencia y a la
austeridad, que es obviamente uno de los temas principales de la
disciplina de la Cuaresma que nos propone la Iglesia. En estos
tiempo cuando abunda el materialismo consumismo y en general la
búsqueda del confort, nos hace mucha falta este mensaje. Sin
embargo, hoy en este segundo domingo de Cuaresma es tradicional la
lectura del evangelio de la Transfiguración, como parte de la
pedagogía de la Iglesia. Nos quiere enseñar que ciertamente la
austeridad y la penitencia son esenciales en la vida cristiana, pero
no debemos olvidar el verdadero motivo de tales prácticas. A través
de la contemplación de este misterio de la Transfiguración, que en
griego, la lengua del Nuevo Testamento, se dice “metamorfosis” o
“cambio de forma”, nuestra vida no se circunscribe a este mundo
con todos los dolores y sufrimientos que conlleva. Nos pone delante
la meta en el camino, como hizo Dios en el caso con los apóstoles
para que por unos momentos pudieran alcanzar a ver en Jesús un
adelanto de la esperanza que nos tiene preparada. Con razón, San
Pedro en su primera carta exhorta a los primeros cristianos “de la
dispersión” que sufrían mucho porque eran pocos en medio de un
mundo muy pagano y persecuciones de parte de los judíos: “Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los
muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia
incorruptible, inmaculada e inmarescible, reservada en los cielos
para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege
para la salvación” (1 Pe 1, 3-5). Es decir, en medio de las luchas
y el gran esfuerzo que implica ser fieles a la vocación cristiana, el
Señor nos quiere consolar con esa gran esperanza y un adelanto de lo
que va a ser la verdadera vida a la que nos llama, y en la que ya de
alguna manera participamos ya en este mundo como peregrinos en un
país en parte extraño.
Empecemos con
nuestra primera lectura del Libro del Génesis, que nos relata la
vocación de Abraham y la alianza que Dios hizo con él. Como se nos
indica allí, Dios irrumpio en la vida de este primero de las
Patriarcas con quien Dios da inicio a la grande y maravillosa
historia de la salvación que culmina en la vida, ministerio, muerte
y resurrección de Nuestro Señor. Él vivía en una ciudad muy
antigua llamada Ur, que se encontraba al sur de la Mesopotamia,
ahora Irak, y le manda salir de su tierra y de la casa de su padre, e
ir a donde Él, un Dios que apenas conocía, primero hacia el norte a
una ciudad que se encontraba en Siria, Jarán, y posteriormente a
Caná, o lo que ahora llamamos Tierra Santa. A Abraham le hace dos
promesas: una herencia numerosa y una tierra fértil, pero se
presentaban grandes obstáculos a este plan, ante todo por la vejez
tanto de Abraham como de Sara, su esposa. Hemos escuchado que
“Abraham creó al Señor y se le contó en su haber”. La
irrupción de Dios en la vida de Abraham, uno de los momentos
emblemáticos de la historia de la humanidad, la experimentó Abraham
en su sueño una llamarada de fuego. La luz y el fuego han sido siempre en
la Biblia símbolos de Dios y de su amor ardiente de Dios. En la Transifugración los tres apóstoles encentran a Jesús envuelto en una luz celestial- Él se rebaja a
hacer un pacto sagrada con Abraham y éste le responde con su fe.
Nuestra segunda
lectura está tomada de la Carta de San Pablo a los Cristianos de
Filipo que en el momento de escribirla se encontraba en la cárcel.
Filipo era la primera ciudad a la que llegó San Pablo en Europa,
episodio que relata San Lucas en el libro de los Hechos de los
Apóstoles (16, 11-15). San Pablo sentía un gran cariño hacia la
comunidad cristiana de Filipo y ellos habían enviado a uno de sus
miembros a visitarle y llevarle ayuda en su necesidad.
En primer lugar San
Pablo lamenta el hecho de que son muchos los que “andan como
amigos de la cruz de Cristo, su paradero es la perdición, su Dios el
vientre, su gloria sus verguenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas”.
Es decir, están sumidos en lo que podríamos llamar el hedonismo, el
materialismo y la vanidad. Lamentablemente la gran mayoría de los
católicos hoy en día cae en esta categoría, de los que “sólo
aspiran a cosas terrenas”. Preguntémonos cuántas veces a lo largo
del día, de la semana nos acordamos de Dios, rescatamos unos
momentos, siquiera segundos para elevar nuestra mente, nuestro
corazón a Él y renovamos nuestro compromiso de buscar la verdadera
felicidad en el cumplimiento de su voluntad.
“Nosotros por el
contrario somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un
Salvador, el Señor Jesucristo”. Un ciudadano es uno que
normalmente nace en un lugar concreto, está afincado arraigado allí.
Su misma identidad está constituido en buena medida por el lugar de
su nacimiento, la cultura y las tradiciones que ha asimilado allí.
Nosotros hemos nacido y hemos sido criados en países de antiguo
arraigo cristiano y católico, y eso ha marcado nuestra identidad.
Sin embargo, en estos tiempos de grandes y rápidos cambios en los
que se rechaza con gran facilidad lo antiguo y lo tradicional y se
acoge ciertos términos “talismán” como la modernidad y el
cambio, no basta ser católicos culturales, es decir, urge una opción
personal y consecuente de la fe en la que hemos nacido y en la que
hemos sido bautizados. Se ha apoderado de nuestro mundo occidental
actual una mentalidad, una manera de ver el mundo, unos deseos y
apetitos que son totalmente contrarios a la visión cristiana del
mundo, a las actitudes de Jesucristo que encontramos en el evangelio.
La mayor parte de la gente está “evangelizada” por estas
actitudes gracias principalmente a la televisión. ¿Y qué es el
cielo? El cielo es donde está Dios, Jesucristo. Él, gracias al
triunfo de su resurrección sobre el mal, el pecado y la muerte, ha
inaugurado un nuevo mundo, una nueva creación y a partir de su
Ascensión se encuentra allí con Dios su Padre, pero en su misma
humanidad. La nueva creación no implica una destrucción del mundo o
del universo que conocemos, sino una transformación “metamorfosis”,
cosa que ha empezado con la resurrección corporal de Jesús. Si ésta
es nuestra meta, ¿no debemos anhelar llegar a tal meta a que se
cumpla no solamente en nuestra vida personal, sino en nuestros
familiares y amigos este sueño de Jesús de llevarnos consigo a la
verdadera felicidad que buscamos muchas veces donde no se encuentra?
La Cuaresma tiene
su sentido como un período de entrenamiento intenso espiritual para
poder celebrar adecuadamente la Pascua que es el misterio central que
celebramos siempre en la misa y en todos los demás actos litúrgicos.
Los deportistas, gimnastas artísticos pasan mucho tiempo en el
gimnasio y en entrenamientos en general para poder participar en los
certámenes como las olimpiadas y otras. Ellos se sacrifican
enormemente para poder representar su país en tales juegos y
alcanzar la gloria que va con una medalla olímpica. Ellos tiene
clara en su mente la meta y sus esfuerzos están enfocados. Cuando
San Pablo dice que somos ciudadanos del cielo, no quiere decir que
debemos olvidarnos de este mundo. Como los atletas que para poder
alcanzar la gloria del triunfo en un certamen, han de llevar un
régimen estricto de entrenamiento, así nosotros, si no hacemos un
entrenamiento correspondiente en nuestra vida en este mundo, no
podremos alcanzar la meta de la gloria que no se marchita. Recordemos
lo que dice Jesús en las parábolas del tesoro en el campo y la
perla preciosa. Aquellos vendieron todo lo que tenían para comprar el
campo o la perla porque eran más valiosos que todo el resto. San
Pablo explica cómo hemos de unirnos al Señor y participar en la
energía que él como resucitado tiene y quiere comunicarnos para
poder alcanza la meta de estar con Él en el cielo: “El
transformará nuestro cuerpo frágil en cuerpo humilde, según su
condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo
todo”.
En la Biblia, las
montañas son lugares especialmente aptos para el encuentro con Dios.
Para subir una montaña, hay que hacer un gran esfuerzo y querer de
verdad llegar a la meta y poder gozar de la hermosura del paisaje,
habiéndose apartado de los quehaceres diarios. Dios se revela a
Moisés en la montaña de Sinaí, tambíén llamada Horeb, y subió al
Monte Carmelo. Igual que Elías en la misma montaña. San Mateo
tiene a Jesús en la montaña para da su gran Sermón que sintetiza
su doctrina moral. Jesús se retiraba con frecuencia a la montaña a
orar toda la noche, y Getsemaní está en el Monte de los Olivos en
las afueras de Jerusalén. San Lucas tiene a Jesús hablando con
Moisés y Elias, habla acerca de su “éxodo” que se iba a dar en
Jerusalén, es decir, su pasión y muerte. Para San Lucas Jerusalén
es el centro neurálgico de toda la vida de Jesús y allí se da
inicio a la Iglesia que llega al final de los Hechos de los
Apóstoles con San Pablo a Roma.
Pidamos al Señor
en este Segundo Domingo de Cuaresma la gracia de no olvidarnos del
hecho de ser ciudadanos del cielo, que nuestra vida cristiana es un
caminar, subir la montaña de Dios de la mano de Jesús y al lado de
nuestros hermanos en la fe, para poder alcanzar también nosotros la
meta de la vida eterna. Dice Jesús que el camino es es empinado y la
puerta estrecha. Por ello, la Iglesia nos proporciona este tiempo de
Cuaresma para ejercitarnos, entrenarnos para poder subir por la
vereda de esa montaña que lleva al encuentro con el Señor. El fin
del ayuno, la penitencia, la oración y los esfuerzos que nos pide la
Iglesia en la Cuaresma para ser solidarios con nuestros hermanos más
necesitados no es un sentido de satisfacción por haber hecho algo bueno, o la buena fama que podríamos ganar de otros, sino se trata
de un ejercicio para aprender a amar al Señor con todo el corazón,
con toda el alma, con toda la mente y al prójimo con a nosotros
mismos. El cielo es precisamente el florecimiento de este amor que es
entrega y generosidad, que es perdón y que da la paz.
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