sábado, 13 de febrero de 2016

HOMILÍA PRIMER DOMINGO DE CUARESMA, CICLO C, 14 DE FEBRERO DE 2016

HOMILÍA DEL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA, CICLO III

La Cuaresma tiene su origen en los primeros siglos de la era cristiana como un período de preparación espiritual para la celebración de la principal, la Pascua y, en aquellos primeros siglos, la única fiesta anual. Los cristianos consideraban que era necesaria un día, nuestro actual Sábado Santo, o posteriormente dos, de ayuno. Sin tal ayuno consideraban que no se podía celebrar adecuadamente la gran fiesta del paso (la palabra Pascua proviene del hebreo pesaq, traducido al griego y al latín como pascha, que significa paso o tránsito). En primer lugar de Jesús a través del dolor y la muerte en la cruz a la victoria definitiva de la resurrección, a través de la cual se ha inaugurado la nueva creación, en la que ingresaban por su bautismo. Tomaban en serio el deber del ayuno y se trataba de abstenerse totalmente de alimentos el día sábado y posiblemente también el viernes anteriores a la Gran Vigilia de la Pascua. Ya en el siglo III se empezó a establecer el catecumenado como un período de intensa preparación para el bautismo que duraría hasta tres años a partir de la época de Constantino. Dentro del catecumenado, sin olvidar la importancia del ayuno y la intensificación de la oración,, se fue estableciendo los últimos cuarenta días (de ahí la palabra cuaresma o cuarenta) como etapa final del catecumenado cuando los a candidatos para el bautismo se les preparaba más intensamente con a ayuda de una serie de sermones o catequesis dadas por los obispos, y otros ritos como la entrega del Credo y del Padre Nuestro, culminando en la gran Vigilia Pascual, llamada por San Agustín “la madre de todas las Vigilias”, que se celebraba desde la medianoche hasta la aurora del Domingo de Pascua. Esta celebración alcanzaba una grandísima intensidad espiritual y se pensaba que la vuelta gloriosa del Señor Resucitado se daría precisamente en una noche de Pascua. Así como Jesús había inaugurado la nueva creación, el nuevo mundo por su resurrección de la tumba en la primera mañana de Pascua, su venida gloriosa en la que completaría toda la obra de Dios a favor de los hombres y el mundo entero, cuando acabaría con todo el mal y establecería el Reino definitivo de Dios, se daría de esa manera. Además, los cuarenta días de Cuaresma traen a la memoria los 40 días de oración, ayuno y las tentaciones del demonio que vivió Jesús en el desierto después de su bautismo y antes de dar inicio a su ministerio público.

A partir del siglo IV, comenzando en Jerusalén, debido a que allí se encuentran los lugares santos donde Jesús vivió los últimos días y horas de su vida, se dio inicio a una conmemoración histórica con peregrinaciones a esos lugares, en las basílicas que Constantino había levantado en Jerusalén. Así se extendió la celebración a todos los días de la Semana que hoy llamamos Santa. A lo largo de los siglos se fue perdiendo muchos aspectos importantes de aquella celebración primordial de la gran Vigilia , que como he dicho, en el siglo II era la única celebración anual,mientras la Pascua también se celebraba cada domingo desde los primerísimos tiempos. Hasta el año 1952. cuando el Papa Pío XII, como fruto de una cuarentena de años de estudios litúrgicos que se denomina el Movimiento Litúrgico, restauró la Vigilia y estableció la celebración del Triduo Pascual como hoy en día la conocemos. Antes de esa fecha no se celebraba la Vigilia y se consideraba que la Pascua empezaba a partir de mediodía de Sábado Santo, que se llamaba “Sábado de Gloria”, que es un error, porque la Pascua no se dio en el sábado sino en el tercer día, es decir, el domingo, que era precisamente el primer día de la semana, y considerado también el prime día de la nueva creación o el octavo día. Recordemos que el Libro del Génesis relata en su primer capítulo la creación del mundo en un esquema de seis días y el séptimo día, el sábado como día de descanso de Dios. Pues, la nueva creación comienza con el Domingo de Resurrección.

En este Primer Domingo de Cuaresma tradicionalmente escuchamos la lectura del relato de los cuarenta días de Jesús en el desierto en oración y ayuno y las tentaciones del demonio. Hoy, sin embargo, quiero fijarme en la primer lectura del Libro del Deuterónimo, el quinto y último libro del Pentateuco, situado al otro lado del Río Jordán como discurso de Moisés al pueblo antes entrar en la tierra prometida. Se trata de una profesión de fe del pueblo de Israel basada en la historia de las intervenciones de Dios a favor del pueblo, empezando con la vocación de Abrahán, la bajada de Jacob y sus hijos a Egipto siendo pocos, cómo se multiplicaron allí, para dar paso al recuerdo de la opresión del Faraón, la intervención de Dios para liberarlos del poder del Faraón y llevarlos a la tierra que había prometido a Abrahán, tierra que mana leche y miel, tierra en la cual estaban a punto de entrar. Todas estas obras maravillosas de Dios exigen como deber de justicia postrarse ante Dios rindiéndole culto y agradeciéndole por tanta bondad como la que les había manifestado en su historia hasta aquel momento.

La fe de Israel se basa en hechos históricos concretos. La palabra fe proviene del latín fides al castellano que significa confianza. Se trata de una virtud que dispone al hombre aceptar las verdades reveladas por Dios y expresadas en el Credo de la Iglesia, no por la evidencia intrínseca que tienen sino en virtud que que Dios la evidencia que tienen en sí mismas, sino basados en que confiamos en Dios que no puede engañar ni ser engañado. La inteligencia no encuentra suficientes motivos intrínsecos para creer en lo que Dios revela, sino tiene que intervenir la voluntad para mandar a la voluntad que las crea. Verdades como el misterio de la Santísima Trinidad, la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, o la transformación del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo no se pueden conocer por la razón, ni la mente tiene motivos suficientes para acogerlas racionalmente. Por ello, interviene la voluntad para mandar a la inteligencia a asentir a estas y otras verdades de fe.

El recuerdo de las grandes maravillas, que menciona nuestra primea lectura de hoy, constituían motivos para que el pueblo de Israel pusiera su fe en las promesas de Dios y esperara su posterior cumplimiento. Son hechos reales históricos que formaban parte de las tradiciones del pueblo y se traspasaban de generación a generación.

Con la llegada de Jesús al mundo, con su predicación, sus milagros y sobre todo su resurrección corporal se fueron cumpliendo las promesas de Dios a su pueblo. Ahora podemos pasar a comentar nuestra segundo lectura tomada de la Carta de San Pablo a los cristianos de Roma, la manifestación más profunda de la teología de San Pablo, enviada a Roma, a donde todavía San Pablo no había llegado.

Pablo comienza citando el mismo Libro del Deuteronomio: “La palabra está cerca de ti; la tienes en tus labios y en el corazón”. Y prosigue: “Se trata del mensaje de la fe que anunciamos”. Se trata de un anuncio de salvación. El hombre bíblico estaba convencido del hecho de que Dios creó un mundo bueno, muy bueno, pero igual que nosotros sabía perfectamente que nuestro mundo está en mala situación; pues en en él abunda el mal de todo tipo. Si Dios es capaz de crear un mundo muy bueno y ahora vemos que no lo es tanto, sí es un Dios todopoderoso; por lo tanto, al final tiene que arreglar el desaguisado que el hombre ha creado en el mundo maravilloso creado por Él. Éste es precisamente el plan de salvación de Dios. Los Padres de la Iglesia se imaginaba la situación del hombre individual, como también de toda la comunidad humana, como un naufragio de uno de los barcos de madera que utilizaban en aquella época. Lo imaginaban también como el diluvio y el Arca de Noé. En el bautismo, Dios le pasa al hombre una tabla de salvación, gracias a la cual se salva el hombre individual del naufragio y lo incorpora en su Iglesia que es la comunidad encargada de preparar un mundo nuevo para que luego se completa la obra de Dios con la bajada de la Nueva Jerusalén del cielo, como se relata en los últimos capítulos del Apocalipsis, cuando Dios “hará nuevas todas las cosas”. El primer paso en este gran proyecto de Dios es la proclamación de la Palabra de Dios y su acogida en la fe.

San Pablo prosigue y escribe: “Por la fe del corazón, llegamos a la justicia”. La justicia es uno de los concepto fundamentales que maneja San Pablo, pero no consiste en nuestro concepto actual de justicia que tiene que ver con tribunales y la imagen de una mujer con una balanza en la mano con la intención de establece la medida correcta de las cosas y los asuntos. Se trata de rectificar la situación que se ha provocado en el mundo debido al pecado, que se remonta a los mismos inicios de la historia. La justificación, pues, según San Pablo, es el paso del estado de enemistad con Dios debido al pecado y sus consecuencias al estado de comunión e amistad con Él. Se realiza ante todo en la muerte de Jesús en la cruz. Él murió por todos cargando sobre sí el peso de nuestros pecados y abriendo la puerta para que nosotros podamos entrar en su Reino, que es reino de paz, de justicia, de amor y de libertad, porque el pecado es precisamente un poder, un peso, una losa que pesa sobre todo hombre y sobre la sociedad entera. Como resultado de esta obra de Dios realizada en Jesús, tenemos la unión y la armonía de todo el género human, en palabras de San Pablo, “griegos y judíos”.

La fe también es una virtud. ¿Y qué es una virtud? Según Santo Tomás de Aquino, es un hábito, una disposición permanente que a través su práctica constante se convierte en parte de nuestro ser. Las virtudes se dividen en teologales, la fe, la esperanza y la caridad; y las morales que desde tiempo de los filósofos griegos se reúnen bajo las virtudes llamadas cardinales(cardo en latín significa bisagra). La prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Una virtud es como un músculo, se fortalece con la práctica o el ejercicio. Las virtudes teologales se llaman también infusas, porque no podemos alcanzarlas por nuestras propias fuerzas sino que son dones de Dios, que él nos da con la gracia o la justificación y en el bautismo, que es Sacramento de Fe. Todos los sacramentos requieren la fe y su eficacia depende de nuestra fe.


Por todos estos motivos, y de manera especial por la relación que la Cuaresma tiene y ha tenido siempre con el bautismo, la Iglesia desea que en este tiempo volvamos a los fundamentos de nuestra vida cristiana y en primer lugar la fe. En nuestro mundo actual secularizado y paganizado la fe se está debilitando y un gran porcentaje de católicos abandonan las prácticas que fortalecen la fe, como son el estudio y la meditación de la Palabra de Dios, la practica de los sacramentos, oración, la penitencia y el ayuno y la limosna o la práctica de la misericordia. En esto queda retratado lo que la Iglesia nos propone en este tiempo de gracia que es la Cuaresma. 

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