IV DOMINGO DE TIEMPO
ORDINARIO, CICLO C, 31 DE ENERO DE 2016
Hoy nos toca
reflexionar sobre nuestra segunda lectura de hoy de la Primera Carta
de San Pablo a los Corintios en su capítulo 13, es decir, el Himno a
la Caridad, uno de los pasajes más emblemáticos de toda la Biblia.
Luego de haber tratado de los carismas, o dones gratuitamente
entregados por el Espíritu Santo a los cristianos para el bien y la
edificación de su Iglesia. Algunos de los corintios valoraban
excesivamente el don de las lenguas o la glosolalia.
San Pablo desea poner las cosas en su sitio y les asegura que el don
de lenguas no es de lejos lo más importante en la Iglesia, y los
invita “ambicionar los carismas mejores” y se lanza a su gran
himno de la caridad.
En
primer lugar, deseo poner el amor o la caridad en su contexto en la
vida cristiana según lo que Dios nos ha revelado. San Juan nos dice
en su primera carta que “Dios es amor” y Jesucristo resume toda
la Ley y los profetas en el mandamiento de amar a Dios con todo el
corazón, con toda el alama y con todas las fuerzas y al prójimo con
a uno mismo. Está clara, pues, la supremacía del amor en el
cristianismo. Con él está relacionada la misericordia, como decía
San Juan Pablo II, el aspecto más exquisito del amor de Dios hacia
nosotros, el perdón que caracteriza a Dios, como podemos deducir de
la Parábola del Buen Samaritano y sobre todo de la misma vida de
Jesús, que lo impulsó hasta la entrega suprema de sí mismo en la
cruz y que nosotros podemos actualizar y en cierto sentido participar
a través de nuestra celebración de la Eucaristía, memorial y su
entrega total de sí mismo anticipada en la Última Cena cuando
instituyó la misma Eucaristía, nos entregó su nuevo mandamiento
con la nueva medida “como yo os he amado”, y a través del gesto
del lavatorio de los pies de los apóstoles anticipó lo que iba a
hacer el día siguiente en la cruz.
Hace
tres domingos hemos tenido la oportunidad de celebrar la Fiesta del
Bautismo del Señor y de reflexionar sobre el sentido de nuestro
propio bautismo, cuyo fin ha sido nuestra incorporación en
Jesucristo como hijos de Dios, “hijos en el Hijo”, “partícipes
de la naturaleza divina”, en palabras de la Segunda Carta de San
Pedro. San Pablo escribía a los cristianos de Roma que hemos “muerto
con” o “conmuerto” con Cristo, hemos sido “consepultados “
con Él en el bautismo y también escribe a los colosenses que hemos
“resucitado con Cristo y nuestra vida está escondida con Cristo en
Dios”. Jesús enseña a Nicodemo en el Evangelio de San Juan la
necesidad de nacer de nuevo “del agua y del Espíritu Santo”.
Todas estas afirmaciones constituyen parte del fundamento de la
doctrina de la Iglesia acerca de la gracia o la divinización.
Mientras San Pablo habla más bien de la gracia y la justificación y
de una adopción para ser hijos de Dios,
es decir, el hecho de la
transformación que nos eleva más allá de nuestra condición humana
y alcanzar una identificación con Jesucristo, Hijo de Dios, San Juan
utiliza otro lenguaje pero con el mismo sentido, cuando habla de la
vid y los sarmientos, de como no solamente somos llamados hijos de
Dios sino que lo somos de verdad,
Según
Santo Tomás de Aquino, nuestra incorporación a Cristo y filiación
divina, o la obra de la redención es incluso mayor y más
maravillosa que la misma creación del universo. De hecho, es
precisamente para poder realizar esta obra de nuestra divinización,
en palabras de los Padres Griegos, que Dios creó el universo. El
mismo doctor señala que hay una coincidencia entre lo que es nuestro
organismo natural y lo que llama el organismo sobrenatural o la
gracia. Así como poseemos el alma que es el principio activo de
nuestra vida como seres al mismo tiempo animados, coincidiendo en
parte con el reino animal y nuestra racionalidad. Nuestra
alma tiene potencias
operativas que son las facultades del alma, que son en primer lugar
la inteligencia y la voluntad, luego las facultades sensibles que
compartimos con los animales, los sentidos internos como son la
imaginación y la memoria y los externos o los cinco sentidos.
También en
la vida sobrenatural poseemos un organismo con sus correspondientes
facultades o potencias activas. En primer lugar está la gracia
llamada “increada”, que es la inhabitación de las tres divinas
personas en el alma de la persona justificada, o en estado de gracia.
Esta misma eleva y transforma nuestra alma por la gracia
santificante o habitual. Luego correspondientes a las facultades
naturales Dios nos dona las virtudes teológicas, la fe la esperanza
y el amor, denominadas “virtudes teológicas”, que nos capacitan
para obrar según el nuevo ser que nos ha comunicado. San Pablo
menciona las tres virtudes teologales al final de nuestra lectura de
hoy cuando señala que “ Quedan
la fe, la esperanza el amor, estas tres. La más grande es el amor”.
Luego se explaya en explicarnos el sentido del amor.
Dado
que los corintios le daban gran importancia al hablar en leguas, San
Pablo comienza con relativizar este don cuando dice que si pudiera
hablar las lenguas de los ángeles, entregarse hasta dejarse quemar
vivo, pero si no tiene amor no es nada ni nada de esto sirve
tener fe como para mover montañas “si no tengo amor, no soy
nada”.
Conviene
preguntarnos en qué consiste el amor, porque es una palabra
demasiado gastada en nuestra época, pues la gran mayoría de los
cantos populares, de las telenovelas tratan del amor, ¿Pero, qué
entienden por amor? Lo que entienden es el amor romántico que sería
un sentimiento placentero, el enamoramiento que suele hasta cierto
punto enloquecer a la persona y no permitirle (seise
deja llevar por él) juzgar objetiva y racionalmente su situación o
la otra persona con la que se encuentra enamorado. Los sentimientos
los tenemos en común con los animales, como hemos señalado arriba,
por lo cual el concepto de amor que maneja la Biblia no se puede
agotar con este tipo de amor sentimental.
San
Pablo nos entrega una clave fundamental del amor a la que se refiere
cuando nos da una lista de características de este amor: es
paciente, servicial, no se presume ni se engríe, no es mal educado
ni egoísta etc.
Es decir, la característica común
a toda esta descripción del amor es que para amar necesariamente uno
tiene que sacrificarse. Si gracias al pecado original que hemos
heredado, a los pecados personales y el ambiente de pecado que nos
rodea nos es más fácil ser egoístas y narcisistas , pensar en
nosotros y ponernos delante del bien de otros o incluso de nuestro
propio bien, la virtud infusa de la caridad o el amor no se
caracteriza por ninguna de estas tendencias.
En
primer lugar, San Pablo pone la paciencia. Todos más o menos sabemos
lo que es la paciencia y en general estamos de acuerdo que nos falta.
Se trata de la virtud, que nos dispone a sobrellevar las pequeñas
molestias diarias que provienen de nuestra convivencia con los demás,
sea en la familia, en el lugar de trabajo o en otros lugares donde se
realiza nuestra vida. La palabra “paciencia” proviene de latín
“pati” que significa sufrir, de allí también la palabra pasión.
Sabemos, o deberíamos de saber que en la vida no es posible evitar
el sufrimiento. Este hecho de tener que sufrir, a veces de manera
normal y sin que nos provoque demasiada desazón, y otras veces mucho
forma parte de nuestra vida querida por Dios. El hecho de que
llegamos a la vida en la forma de una célula minúscula y poco a
poco ya dentro del seno materno como luego fuera, nos vamos
desarrollando, creciendo y madurando a través de múltiples
experiencias algunas agradables y otras no, es parte de la manera en
la que Dios hace las cosas en su sabiduría infinita. Ninguna
criatura se escapa de esta ley y si todo fuera fácil y no tuviéramos
que luchar por alcanzar metas y objetivas, la vida sería muy opaca e
incluso insoportable. Para llegar a ver una paisaje hermosa que nos
llena de alegría tenemos que subir una montaña, con todo lo que eso
implica de dolores de músculos, esfuerzo y perseverancia en el
intento. Si queremos alcanzar la alegría y la éxtasis que puede
provocar
alcanzar una meta como correr un maratón, estudiar una carrera y
lograr graduarse
etc. tenemos que sufrir y por ello tener paciencia, aguante. Igual en
nuestras relaciones unos con otros, máxime en el seno de la familia,
pues la palabra “prójimo” significa literalmente”el más
cercano”. Chocamos diariamente con “los más cercanos” sobre
todo los miembros de la propia familia. Tal vez por eso San Pablo
pone la paciencia en el primer lugar en su himno de la caridad. Sólo
podemos comentar algunas de las cosas que dice San Pablo.
El
Apóstol prosigue con el amor como servicial y sin envidia. El mismo
Jesucristo describió su entera misión como un servicio cuando dijo
que no vino a ser servido sin a servir y dar su vida en rescate por
todos. También dice, en una palabra que se recoge no en los
evangelios sino en los Hechos de los Apóstoles, “es más dichoso
dar que recibir”. Servir, pues significa dar la vida por el bien de
los demás y eso es lo que nos hace semejantes a Jesucristo y nos
pone en el camino de la verdadera felicidad, que está completamente
opuesta al egoísmo. En cuanto a la envidia, en verdad es un vicio
muy miserable y mezquino y es fácil ver por qué se opone tanto al
amor. Se trata de la “tristeza en el bien ajeno”. En vez de
alegrarse con los bienes y las cualidades del otro, con el honor que
se le tributa, se es triste, algo miserable que hace mucho daño al
envidioso.
“No
es mal educado ni se engríe”. Parece que en nuestros días priva
la mala educación, pululan los niños malcriados. La gente se
acostumbra a decirse groserías unos a otros, se insultan. Los mismos
políticos se dedican a proferir insultos unos a otros. En los foros
de Internet se lanzan acusaciones con palabrotas etc. ¿Cómo se
puede llevar una vida sana en una sociedad que propicie el bien y el
crecimiento de todos con estos pésimos ejemplos que se dan tanto en
el interior de la familia como en público? Si los niños no tienen
respeto a sus propios padres, ni a sus profesores ni a los demás
adultos en general, es que no se les inculca estos aspectos de la
caridad, del verdadero amor que comienza con el respeto al otro y la
cortesía, que reconocen la dignidad del otro.
“No
se irrita y no lleva cuentas del mal”. Lo de no irritarse está
íntimamente relacionado con la paciencia y nos exige mucho
autocontrol para no exportar a otros ni hacerles sufrir nuestros
malos ratos. Aquí conviene recordar la regla de oro, que se
encuentra tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, y también
es reconocida por otras religiones, pero no todas. “No hacer a los
demás lo que no queremos que nos hagan”.
La
caridad no consiste meramente en evitar unos vicios, sino que
contiene una serie de aspectos muy positivas, algunas de las cuales
San Pablo menciona: “Disculpa sin límites, cree sin límites,
aguanta sin limites”. Primero, llama la atención la triple
repetición de la frase “sin límites”. Ya mencionamos que
nuestra vida cristiana es una vida superior, sobrenatural,
participación en la naturaleza divina, nada de lo cual es posible
por nuestras propias fuerzas. Por eso, decir “sin límites” no es
mera retórica, sino de verdad es posible porque recibimos la gracia
de poder llegar a ese extremo en el amor al prójimo debido a nuestra
unión con Cristo.
“El
amor no pasa nunca”, y el Apóstol entra en varios detalles para
explicar este aspecto. Si Dios es amor, entonces lo que tenemos que
lograr en esta vida es un aprendizaje en el amor, superando el
egoísmo y todo lo que significa. El cielo es, en una palabra amor.
Es alegría y plena felicidad porque se trata de estar en la
presencia de Dios en lo que se llama la visión beatífica, y también
comunión con todos nuestros hermanos que han alcanzado la meta de la
vida eterna.
San
Juan de la Cruz decía que “al final de la jornada, seremos
juzgados por el amor”. El libro de Daniel habla de ser “pesados" en la balanza y ser encontrados faltos de peso, es decir de no haber amado a Dios y al prójimo según la medida del Señor. Escucharemos las palabras consoladoras de Jesucristo
Juez que nos dirá: “Venid, benditos de mi Padre,… Si hemos
cerrado la puerta al amor y nos hemos encerrado en nuestra soberbia y
egoísmo escucharemos aquellas otras palabras tremendas del mismo
Señor y Juez misericordioso: “Apartaos de mí, malvados...”
Mt 25,31-46). Aprendamos a amar a Dios y al prójimo mientras todavía tenemos
tiempo y no llevemos una vida mediocre, mezquina y sin sentido
dejándonos llevar por el consumismo, el materialismo y toda clase de
vicio y adicción.
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