viernes, 24 de marzo de 2017

EL CIEGO DE NACIMIENTO, LA LUZ Y EL BAUTISMO

HOMILÍA, DOMINGO IV DE CUARESMA, CICLO A, 26 DE MARZO DE  2017.

Hoy llegamos al segundo episodio evangélico de San Juan que nuestra liturgia cuaresmal nos presente este año. Pasamos del tema del agua viva que surge hasta la vida eterna, es decir,  la respuesta a la sed de amor y vida eterna en el corazón de todo hombre, ejemplificado por el episodio del encuentro de Jesús con la mujer samaritana al pozo, al capítulo 9 que trata del tema de la luz y las tinieblas, la luz siendo la fe a la que nacimos por el bautismmo,  ejemplificado esta vez por el milagro de la curación del ciego de nacimiento. No es que no se trate de un episodio histórico, pero es muy fácil darnos cuenta del hecho de que el Evangelio es una gran obra literaria. Parte del milagro para enseñar una lección fundamental para la vida de los cristianos de todos los tiempos.

San Juan le da mucha importancia al concepto de la luz, la vida y la vida eterna en su evangelio. No es que falte esta importancia en los demás evangelios. Jesús se declara la luz del mundo, y lo hace en el contexto de la Fiesta de Hanuca, o la Dedicación que se celebraba con abundantes luces en Jerusalén,  y recuerda la dedicación del templo de parte de los Macabeos después de su desacración de parte del Rey Antioco Epifanes IV alrededor del año 170. El primer capítulo del Libro del Génesis, que nos relata la primera versión de la creación del mundo,  afirma que lo primero que Dios creó en el pimer día fue la luz, y no creó el sol y la luna hasta el cuarto día. "Dios es luz y no hay en Él tiniebla alguna" (1Jn 1,5).

Un hombre nacido ciego no ha visto nunca la luz del día y simboliza al hombre bajo el poder del pecado y de Satanás. Ya al encontarse con el ciego de nacimiento y al responder a la pregunta de los apóstoles acerca de quién ha pecado él o sus padres, una muestra de la mentalidad común de los judíso de la época, Jesus declara: "Mientas estoy en el mundo, soy a la luz del mundo" (9,5), adelantándose así al sentido de todo el episodio.

Jesús escupe sobe el suelo y hace barro con el que frota los ojos del ciego, lo manda lavarse en la piscina de Siloé. Lo hace y  puede ver. Podríamos preguntarnos por qué Jesús no lo curó inmediatamente, como hizo con otros casos de la curación de ciegos en los demás evangelios. Por un lado, el milagro es un gran don de Dios, pero por otro lado, también al hombre le conviene hacer algo para que se dé. El tener que ir a lavarse en la piscina implica también un acto de fe en Jesús, pues si no hubiera confiando en la palabra de Jesús no hubiera ido a la piscina. Pero hay otro aspecto importante, Dios nos ha creado hombres y aunque, al menos en teoría,  pudo habernos salvado sin nuesta colaboración humana o sin haberse hecho hombre y llegado al extemo de la muerte de su hijo en la cruz, no lo hizo así. Hay algo importante aquí que manifiesta la infinita sabiduría de Dios manifestada en su plan de salvación. San Agustín afirmaba que Dios nos ha creado sin ninguna contribución de parte nuestra, pero no puede salvarnos sin nuesta colaboración libre.  Se trata de lo que en teología se llama "la economía de la salvación", y lo que el Beato Cardenal Newman llamaba "la idea conducente" del cristianismo, es decir, la encarnación. También se llama la "economía sacramental". Dios ha echado mano de elementos creados, tanto al hombre mismo con su libre albedrío, como la Iglesia como cuerpo social, dado que el hombre el esencialmente social, como los elementos materiales como el agua, el vino, el pan, el aceite, el hecho de entregarse libremente los esposos por un acto de la voluntad. el gesto de la imposición de las manos, como sacramentos, es decir, signos visibles de una realidad invisible que misteriosamente comunica la gracia. La gracia es el concepto del que San Pablo y la Iglesia echa mano para referirse al don gratuito e inmerecido de la paraticpación del natualeza divina, o la filiación divina, el ser de verdad hijos de Dios y coherederos del Reino por nuestra incorporación a Cristo que tuvo su origen en nuestro bautismo, que es también vida nueva y divina. San Juan suele referirse a la misma realidad con la metáfora de vida y vida eterna.   Hay que decir también que en la Iglesia antigua el bautismo se llamaba iluminación (photismós), pues todos nacimos bajo el signo de la tiniebla.

Esta realidad se llama pecado original, que ahora no podemos explicar con detalle. Tal vez algunas comparaciones nos pueden ayudar a comprender cómo es que todos llegamos al mundo bajo el signo del pecado y el mal.  La medicina nos enseña que heredamos ciertos genes dañados, o que podemos contraer un virus. Como que hay en el mundo desde el inico de la historia humana un virus moral se comunica a todos y por el cual nuestro entendimiento es obnubilado,  nuestra voluntad es debilitada y nuestras pasisones nos inclinan al mal, sin que por nuestra cuenta podamos remediar esta situación. Se podria comparar también con un nño que nace en una familia disfuncional y que por el hecho de de ser criado en tal familia hereda una serie de vicios. Así podemos comprender el poder de la metáfora del ciego de nacimiento. San Agustín al explicar este pasaje dice:

 Vino el Señor; ¿qué hizo? Ha hecho valer un gran misterio. Escupió en tierra2, de su saliva hizo barro porque la Palabra se hizo carne3, y untó los ojos del ciego. Estaba untado, mas no veía aún. Lo envió a la piscina que se llama Siloé. Pues bien, incumbió al evangelista confiarnos el nombre de esta piscina y aseveró: lo cual se traduce «Enviado». Ya sabéis quién ha sido enviado; por cierto, si él no hubiera sido enviado, ninguno de nosotros habría sido de la maldad liberado. Se lavó, pues, los ojos en la piscina que se traduce «Enviado»4: fue bautizado en Cristo. (Evangelio de San Juan, Tatado 44,2). 

Así las acciones de Jesús son sacramentales y el santo afirma que el ciego quedó bautizado. 

Posteriormente, la gente iba preguntando si era él el ciego que pedía limosna. Como que no quieren creer el cambo que se había producido en él. Es común que una persona que se convierta encuentra resistencia entre sus familiares y amigos, pues prefieren que siga con el comportamiento que tenía antes, tal vez porque ellos reconocen que deberían de converitrse y cambiar de varias maneras y no quieren. Le preguntan si es el mismo y responde que sí. En griego el evangelio dice que su respuesta fue: ego eimí (yo soy). El que lee atentamente el Evangelio de se da cuenta de que estas palabras las dice Jesús para manifestar su misma identidad como Hijo de Dios. Además, se trata del hombre que Dios reveló a Moisés en la zarza ardiente: "yo soy el que soy". En este evangelio, no sobre ninguna palabra ni le falta un significado. Si el ciego dice  ego eimi, afirma también su identidad. El cristiano al ser bautizado es incorporado, identificado con Jesucristo y por eso San Pablo dice de sí: "Ya no vivo yo. Cristo vive en mí"  (Gal 2,20) y "Para mí vivir es Cristo" (Fil 1,20). El cristiano es otro Cristo. 

Más adelante, cuando los judíos lo habían echado del la sinagoga, Jesús se encunetra con el hombre. Le pregunta: ¿Tú crees en el Hijo del Hombre? El hombre responde: ¿Y quién es para que crea en él?" Y Jesus responde: "Lo has visto: el que está hablando contigo, ése es" Entonces dijo: "Creo, Señor. Y se postró ante Él".  Notamos aquí el  mismo resultado que la del domingo pasado con la samaritana y los de su pueblo. Ellos llegaron a creer en Jesús, gracias al encuentro personal con él. En nuestro caso, el encuentro fundamental con Jesús viene en el bautismo. Claro, como fuimos bautizados de niños, nos corresponde tomar conciencia del misterio de nuestra unión con Jesús, la vida de gracia o el hecho de habernos convertido en hijos de Dios y de ser guiados por el Espíritu Santo igual que Jesús en su vida terrena, a lo largo de nuesta vida. Éste es el fin de la evangelización que es tarea primordial de la Iglesia, y de la catequesis que la completa y nos ayuda a incorporarnos de manera vez cada vez más plena en su Cuerpo que es la Iglesia.    

       


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