DOMINGO IV DE CUARESMA, CICLO B: EL AMOR Y LA MISERICORDIA DE DIOS.
Las
tres lecturas de este cuarto domingo de Cuaresma nos comunican la
quintesencia del mensaje de toda la Biblia, es decir, que Dios es
Amor, y que todo lo que hay en Dios es amor. Nosotros tendemos a
medir el amor de Dios y pensar que se asemeja al nuestro. Nuestro
amor no es constante ni
a toda prueba, pero la Biblia no se cansa de decirnos que no somos
como Dios, que Él es Santo, es decir, separado a otro nivel y que su
amor no tiene límites.
Hemos
escuchado una lectura del segundo libro de las Crónicas. Similar a
los libros de los Reyes, las Crónicas nos entregan resumen teológica
de la historia de del Reino de Judá desde el siglo noveno hasta el
sexto antes de Cristo. El pueblo constante falla, peca y es infiel y
no les hacen caso a los mensajeros de Dios que son los profetas.
Se
trata de una historia trágica de la continua infidelidad de los
reyes y de todo el pueblo a la alianza hecha con ellos de parte de
Dios y no haberle hecho caso al mensaje reiterado de los profetas que
los invitaban a la conversión. Aquí
el autor bíblico afirma que Dios puso en su contra al Rey de
Babilonia que destruyó el templo y la ciudad de Jerusalén y éste
llevó al exilio a un gran número de los ciudadanos de Judá.
Sabemos que el mensaje de todo la Biblia se puede resumir en una sola
frase y es que “Dios es amor”. El amor de Dios no es como el
nuestro que podemos amar a otro durante un tiempo y luego dejar de
amar. Dios es eterno e inmutable y todo lo que hay en Dios es divino
y si es Amor, pues en todo momento
y circunstancia Él ama. Sí
la Biblia con frecuencia se refiere a la “ira de Dios”, pero no
debemos comprender éstas afirmaciones como si Dios se enojara como
pasa con nosotros. La ira de Dios es un aspecto de su amor. Se trata
de su rechazo absoluto del pecado como reacción natural. La justicia
de Dios se identifica con su amor, y significa la voluntad de
rectificar las cosas, de restaurar el auténtico orden que Él ha
establecido en el mundo y ha sido malogrado por el pecado constante
del hombre.
Es
difícil para nosotros captar lo que significaba para los judíos del
tiempo del exilio la destrucción del templo de parte del Rey de
Babilonia, Nabocadonsor. El
templo era el lugar donde Dios mismo tenía su morada en medio de su
pueblo, el lugar del culto en los diversos sacrificios, el centro de
la vida religiosa y cultual del pueblo. Ellos tenían un concepto
equivocado de la fidelidad de Dios a su alianza con el pueblo, de
manera que pensaban que tenían una suerte de cheque en blanco debido
a la promesa de Dios hecha a David a través del profeta Natán (1 S
7) de que la dinastía davídica perduraría para siempre. Además,
la victoria de los ejércitos babilónicos la interpretaban como una
victoria del dios de Babilonia, Marduk contra Yahvé. Por ello, era
un escándalo mayúsculo. Sin embargo, se trataba de un castigo
drástico debido a una situación extrema. La intención de Dios era
la de purificar a
su pueblo y reconstituirlo sobre mejores bases, de manera que aun en
el castigo y la purificación Dios es Amor y no es vacilante como
nosotros. No se trataba de un castigo pequeña, pues el exilio duró
unos 70 años.
Nuestra
primera lectura nos indica que también el rey pagano Ciro de Persia
era un instrumento en la mano de Dios para el cumplimiento de sus
planes, pues éste les permitió volver a Jerusalén y facilitó la
reconstrucción del templo. De esta manera la gente podía ver la
omnipotencia de Dios y su Divina Providencia al mover los hilos
incluso de la historia de
los reinos paganos para sus fines de salvación y purificación del
pueblo, todo ello
obra de su amor.
En
el Evangelio de San Juan hemos escuchado una de las expresiones más
emblemáticas de toda la Biblia acerca del amor de Dios cuando Jesús
le dice a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su
único hijo, para que el que crea en Él no perezca, sino que tenga
vida eterna” (3,16). El amor trata de darse, entregarse al amado.
Dios no retiene nada sino que entrega totalmente a su Hijo por amor a
nosotros hasta el extremo de la cruz, donde incluso siente el
abandono que es característico del pecado. Por ello, San Pablo pudo
decir, que “se hizo pecado”.
San
Pablo afirma en su Carta a los Efesios, que hemos escuchado en la
segunda lectura, que Dios es “rico en misericordia”, frase que
San Juan Pablo II utilizó como título de su Carta Encíclica sobre
la misericordia de Dios. La misericordia es el aspecto más exquisito
del amor de Dios. La palabra “misericordia” proviene del latín y
signfica que nuestro corazón se conmueve ante la miseria de otro, en
este caso que Dios es rico en misericordia, precisamente por el gran
amor por nosotros que nos ha llevado a la vida con Cristo cuando
estábamos muertos en el pecado” (1,4). El Papa Francisco ha
declarado un Año de la Misericordia empezando el 8 de diciembre de
este año. ¿Por qué lo ha hecho? Por la urgencia de que los hombres
de nuestro tiempo experimenten el amor de Dios en su misericordia. En
todo el Antiguo Testamento, aunque Dios manda a los profetas entregar
un mensaje de castigo y de purificación, en ningún caso falta su
misericordia hacia los que de verdad se arrepienten y comienzan a
transitar por el nuevo camino del amor en vez del pecado. En nuestro
tiempo hay mucho que se esfuerzan en convencer a la Iglesia que
cambie su doctrina y considere lo que a lo largo de 20 siglos ha sido
considerado como pecado grave, debido a la fidelidad de la Iglesia a
Jesucristo, su Señor. Esto se da particularmente en relación con
pecados relacionados con el sexto mandamiento, porque gran parte de
nuestro mundo ha subido al tren de la revolución sexual y ve la
doctrina de la Iglesia en este tema como un obstáculo a lo que
consideran progreso. En parte por este hecho y otros en muchos países
hay una drástica reducción en la práctica del Sacramento de la
Penitencia o la Reconciliación, que el momento privilegiado de la
manifestación de la misericordia de Dios al pecador arrepentido.
San
Pablo insiste en que la salvación es un don gratuito de Dios
inalcanzable por nuestros propios esfuerzos, ni es una recompensa por
algo que hayamos realizado nosotros.
Es
muy fácil alargar los discursos sobre el amor y la misericordia de
Dios, pero lo que hace falta es que lo experimentemos en nuestra vida
hasta llegar a poder afirmar con San Pablo: “Me amó y se entregó
por mí” (Gal 2,20). Nos encontramos tan involucrados en nuestra
vida cotidiana con sus líos y problemas que no llegamos a levantar
nuestra mente y nuestro corazón a Dios para poder acoger este amor y
esta misericordia de Dios. Es más, nos parece normal y ordinario
esta verdad que San Pablo expresaba con gran emoción. La Cuaresma es
un tiempo para renovar los fundamentos de nuestra vida cristiana y en
primer lugar está la oración. La oración ha de partir del asombro
ante quien es Dios, qué es lo que ha hecho y hace por nosotros,
hasta mandar a su Hijo a la muerte más horrorosa en la cruz por amor a
nosotros y por las ganas que tiene en su misericordia de perdonarnos.
En este Cuarto Domingo de
Cuaresma, dejemos que esta verdad del amor de Dios que viene
reiterada en las tres lecturas penetre en nuestro corazón y también
pidámosle que podamos comunicar a aquellos que están a nuestro
alrededor la verdad de que Dios es amor y misericordia porque la hemos
experimentado nosotros.
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