sábado, 14 de marzo de 2015

Cuarto Domingo de Cuaresma

DOMINGO IV DE CUARESMA, CICLO B: EL AMOR Y LA MISERICORDIA DE DIOS.

Las tres lecturas de este cuarto domingo de Cuaresma nos comunican la quintesencia del mensaje de toda la Biblia, es decir, que Dios es Amor, y que todo lo que hay en Dios es amor. Nosotros tendemos a medir el amor de Dios y pensar que se asemeja al nuestro. Nuestro amor no es constante ni a toda prueba, pero la Biblia no se cansa de decirnos que no somos como Dios, que Él es Santo, es decir, separado a otro nivel y que su amor no tiene límites.

Hemos escuchado una lectura del segundo libro de las Crónicas. Similar a los libros de los Reyes, las Crónicas nos entregan resumen teológica de la historia de del Reino de Judá desde el siglo noveno hasta el sexto antes de Cristo. El pueblo constante falla, peca y es infiel y no les hacen caso a los mensajeros de Dios que son los profetas.

Se trata de una historia trágica de la continua infidelidad de los reyes y de todo el pueblo a la alianza hecha con ellos de parte de Dios y no haberle hecho caso al mensaje reiterado de los profetas que los invitaban a la conversión. Aquí el autor bíblico afirma que Dios puso en su contra al Rey de Babilonia que destruyó el templo y la ciudad de Jerusalén y éste llevó al exilio a un gran número de los ciudadanos de Judá. Sabemos que el mensaje de todo la Biblia se puede resumir en una sola frase y es que “Dios es amor”. El amor de Dios no es como el nuestro que podemos amar a otro durante un tiempo y luego dejar de amar. Dios es eterno e inmutable y todo lo que hay en Dios es divino y si es Amor, pues en todo momento y circunstancia Él ama. Sí la Biblia con frecuencia se refiere a la “ira de Dios”, pero no debemos comprender éstas afirmaciones como si Dios se enojara como pasa con nosotros. La ira de Dios es un aspecto de su amor. Se trata de su rechazo absoluto del pecado como reacción natural. La justicia de Dios se identifica con su amor, y significa la voluntad de rectificar las cosas, de restaurar el auténtico orden que Él ha establecido en el mundo y ha sido malogrado por el pecado constante del hombre.

Es difícil para nosotros captar lo que significaba para los judíos del tiempo del exilio la destrucción del templo de parte del Rey de Babilonia, Nabocadonsor. El templo era el lugar donde Dios mismo tenía su morada en medio de su pueblo, el lugar del culto en los diversos sacrificios, el centro de la vida religiosa y cultual del pueblo. Ellos tenían un concepto equivocado de la fidelidad de Dios a su alianza con el pueblo, de manera que pensaban que tenían una suerte de cheque en blanco debido a la promesa de Dios hecha a David a través del profeta Natán (1 S 7) de que la dinastía davídica perduraría para siempre. Además, la victoria de los ejércitos babilónicos la interpretaban como una victoria del dios de Babilonia, Marduk contra Yahvé. Por ello, era un escándalo mayúsculo. Sin embargo, se trataba de un castigo drástico debido a una situación extrema. La intención de Dios era la de purificar a su pueblo y reconstituirlo sobre mejores bases, de manera que aun en el castigo y la purificación Dios es Amor y no es vacilante como nosotros. No se trataba de un castigo pequeña, pues el exilio duró unos 70 años.

Nuestra primera lectura nos indica que también el rey pagano Ciro de Persia era un instrumento en la mano de Dios para el cumplimiento de sus planes, pues éste les permitió volver a Jerusalén y facilitó la reconstrucción del templo. De esta manera la gente podía ver la omnipotencia de Dios y su Divina Providencia al mover los hilos incluso de la historia de los reinos paganos para sus fines de salvación y purificación del pueblo, todo ello obra de su amor.

En el Evangelio de San Juan hemos escuchado una de las expresiones más emblemáticas de toda la Biblia acerca del amor de Dios cuando Jesús le dice a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único hijo, para que el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (3,16). El amor trata de darse, entregarse al amado. Dios no retiene nada sino que entrega totalmente a su Hijo por amor a nosotros hasta el extremo de la cruz, donde incluso siente el abandono que es característico del pecado. Por ello, San Pablo pudo decir, que “se hizo pecado”.
San Pablo afirma en su Carta a los Efesios, que hemos escuchado en la segunda lectura, que Dios es “rico en misericordia”, frase que San Juan Pablo II utilizó como título de su Carta Encíclica sobre la misericordia de Dios. La misericordia es el aspecto más exquisito del amor de Dios. La palabra “misericordia” proviene del latín y signfica que nuestro corazón se conmueve ante la miseria de otro, en este caso que Dios es rico en misericordia, precisamente por el gran amor por nosotros que nos ha llevado a la vida con Cristo cuando estábamos muertos en el pecado” (1,4). El Papa Francisco ha declarado un Año de la Misericordia empezando el 8 de diciembre de este año. ¿Por qué lo ha hecho? Por la urgencia de que los hombres de nuestro tiempo experimenten el amor de Dios en su misericordia. En todo el Antiguo Testamento, aunque Dios manda a los profetas entregar un mensaje de castigo y de purificación, en ningún caso falta su misericordia hacia los que de verdad se arrepienten y comienzan a transitar por el nuevo camino del amor en vez del pecado. En nuestro tiempo hay mucho que se esfuerzan en convencer a la Iglesia que cambie su doctrina y considere lo que a lo largo de 20 siglos ha sido considerado como pecado grave, debido a la fidelidad de la Iglesia a Jesucristo, su Señor. Esto se da particularmente en relación con pecados relacionados con el sexto mandamiento, porque gran parte de nuestro mundo ha subido al tren de la revolución sexual y ve la doctrina de la Iglesia en este tema como un obstáculo a lo que consideran progreso. En parte por este hecho y otros en muchos países hay una drástica reducción en la práctica del Sacramento de la Penitencia o la Reconciliación, que el momento privilegiado de la manifestación de la misericordia de Dios al pecador arrepentido.

San Pablo insiste en que la salvación es un don gratuito de Dios inalcanzable por nuestros propios esfuerzos, ni es una recompensa por algo que hayamos realizado nosotros.

Es muy fácil alargar los discursos sobre el amor y la misericordia de Dios, pero lo que hace falta es que lo experimentemos en nuestra vida hasta llegar a poder afirmar con San Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Nos encontramos tan involucrados en nuestra vida cotidiana con sus líos y problemas que no llegamos a levantar nuestra mente y nuestro corazón a Dios para poder acoger este amor y esta misericordia de Dios. Es más, nos parece normal y ordinario esta verdad que San Pablo expresaba con gran emoción. La Cuaresma es un tiempo para renovar los fundamentos de nuestra vida cristiana y en primer lugar está la oración. La oración ha de partir del asombro ante quien es Dios, qué es lo que ha hecho y hace por nosotros, hasta mandar a su Hijo a la muerte más horrorosa en la cruz por amor a nosotros y por las ganas que tiene en su misericordia de perdonarnos. En este Cuarto Domingo de Cuaresma, dejemos que esta verdad del amor de Dios que viene reiterada en las tres lecturas penetre en nuestro corazón y también pidámosle que podamos comunicar a aquellos que están a nuestro alrededor la verdad de que Dios es amor y misericordia porque la hemos experimentado nosotros. 

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