¿Hoy en día quién ayuna? Pues sí se ayuna bastante porque muchos están de dieta. Otros dedican muchas horas al gimnasio y a otros tipos de cultivo del cuerpo. Pero el ayuno por motivos religiosos es poco común en nuestros días. Sin embargo, en la Biblia el ayuno va casi siempre de la mano de la oración como uno de los ejercicios más queridos por Dios y propicios para lograr favores de Él. El Miércoles de Ceniza escuchamos en la misa la lectura del Profeta Joel que invitaba al ayuno en la ocasión de una plaga de langostas. Es cierto que la Biblia exhorta mucho al ayuno, pero también pone en guardia contra el ayuno o cualquier otra actividad religiosa que se reduce a un automatismo o rutina. La lectura del libro de Isaías correspondiente a hoy Viernes Después de Miércoles de Cenizas afirma: "El ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne" (cf. Is 58,1-9a). El ayuno no es todo ni lo más importante, pero junto con otras prácticas que hoy en día se denominan "solidariedad" es algo muy querido por Dios y beneficioso para el hombre. También Jesús relativiza el ayuno en el pasaje evangélico de hoy (Mt 9,14-15). Mientras reconoce la importancia del ayuno también disculpa a los discípulos por no ayunar debido a que Él, el Novio, está con ellos.
Todos sabemos que la Cuaresma es tiempo de penitencia que incluye el ayuno. Es tiempo también de oración y de limosna o misericordia. Sin embargo, la práctica del ayuno en los últimos décadas casi se ha perdido en la Iglesia. La misma noción de penitencia no se escucha mucho hoy día en la Iglesia. En la Iglesia Antigua las cosas no eran así, sobre todo en tiempo de Cuaresma y en el Triduo Pascual. El deber del ayuno era un deber sagrado. Antes del Siglo IV cuando se comenzó la celebración de La Semana Santa en Jerusalén, según nos relata la virgen Egeria en su diario de peregrinación a Jerusalén en la época, el deber de ayunar era universal el día de que ahora llamamos Sábado Santo, y luego también Viernes Santo. De hecho se tomaba ese deber tan en serio que todo el mundo tenía que ayunar, es decir, no comer nada, ese día, con la excepción de mujeres embarazadas y enfermos que podían tomar pan y agua. Se pensaba que sin ese ayuno no sería posible vivir el gozo exultante de la Pascua en la Gran Vigilia y luego en los cincuenta días que constituyen esa la fiesta cristiana más grande.
Una diferencia entre los cristianos de aquellos siglos y nosotros es que ellos vivían intensamente los tiempos litúrgicos y el gran momento, el gran misterio era y sigue siendo el Misterio de la Pascua, el paso de Nuestro Señor a través de la muerte a la vida nueva en la Resurrección. Era el momento de mayor solemnidad en el que se realizaba la mayor parte de los bautismos, mayormente de adultos. De hecho la Cuaresma tuvo su inicio como un período de preparación intenso de parte de los candidatos para el bautismo (también la Confirmación y a Eucaristía) que se denominaban "competentes". Ya habían hecho tres años de catecumenado durante el cual se iban iniciando en la fe, en el conocimiento de la Palabra de Dios y también tenían que demostrar verdaderos cambios de vida, a veces dejando su antiguo trabajo si tenía que ver con el paganismo u otra actividad inmoral, como pudiera ser por ejemplo ser dueño de un prostíbulo.
En aquellos siglos, se consideraba que así como había un sólo bautismo, había también una sola penitencia, es decir, la que llamamos la Penitencia Canónica. La reconciliación con la Iglesia, y por ende con Dios era algo verdaderamente trabajoso y podía durar siete o más años. En una palabra, se tomaba más en serio la gravedad del pecado, como ofensa a Dios y separación de la vida de la Iglesia. No cabe duda de que esta disciplina de la penitencia tuvo sus inconvenientes y en siglos posteriores se fue sustituyendo con el sistema de la confesión individual y la reconciliación inmediata da la mano primero de las monjes irlandeses. Sin embargo, las penitencias que éstos imponían eran verdaderamente extraordinarios, prueba de que tampoco perdían el sentido de la gravedad del pecado.
Hasta la llegada del Concilio Vaticano II en los años 60 todavía quedaba el sentido vivo de la necesidad del ayuno y la penitencia en la Iglesia. Como niño en Irlanda me acuerdo como nos inculcaban la necesidad de privarnos de caramelos y dulces en tiempo de Cuaresma. No es que tomáramos muchas chucherías como los niños de hoy. También el disciplina de ayuno para la comunión era más estricta y había que ayunar desde la medianoche para poder comulgar. Esto tenía un inconveniente y es que en las Misas parroquiales de 11.00 y 12.00 en mi parroquia no se daba la comunión, ni obviamente se tenía misas en la tarde. Además, la norma de la abstinencia se cumplía a rajatabla. El viernes era día de pescado y los vendedores de pescado salían a la calle e iban a las casas a vender.
Después del Concilio parece que predominó la idea ingenua de que ya habíamos llegado a la mayoría de edad y era tiempo de eliminar tantas reglas tan específicas. Las Conferencias Episcopales proponían que el viernes fuera un día de penitencia sí, pero sin la obligación de abstinencia. Los días de ayuno se redujeron a dos en todo el año, Miércoles de Ceniza y Viernes Santo. La noción de que los fieles fueran a practicar otras penitencias voluntarias los viernes y días de Cuaresma ha resultado una quimera. Lo que ha sucedido es que en la Iglesia se ha perdido casi por completo la disciplina del ayuno y la penitencia como resultado de hacerla opcional y a voluntad de cada uno.
He visto que en algunos países, como Estados Unidos y Chile, se realiza una campaña promoviendo en ayuno durante la Cuaresma juntándolo con otro de los aspectos de la disciplina tradicional de la Cuaresma, la limosna o la misericordia. Se trata de pedir a los fieles que depositen un una cajita el dinero que ahorran con el ayuno y otros ahorros por privaciones que realizan en la Cuaresma para entregar ese dinero para bien de los pobres. Es una buena iniciativa, pero no debemos de olvidar que el ayuno tiene su valor en sí sin estar unido con la limosna.
Pareciera que en un mundo preso del consumismo exagerado que todo lo domina sería más importante insistir en el ayuno y la austeridad. El motor de la economía moderna es el consumo y ya no tiene la misma importancia el ahorro que antes. La publicidad promueve la gratificación instantánea con la ayuda de los créditos fáciles. Todos sabemos la importancia que eso ha tenido para en la reciente crisis económica. Todavía no sabemos si está superada la crisis. Si no se consume productos que no son verdaderamente necesarios pero accesibles gracias a los créditos, las fábricas se cierran, la gente se queda sin trabajo y sigue el ciclo económico negativo. Se promueve poco la responsabilidad personal y la gente piensa que el Estado niñero la va a cuidar. Para muchos la crisis ha sido un choque con la realidad y ahora descubren que son pobres, pero con deudas. Les toca sacrificarse ahora para pagar los desenfrenos de antes. En vez de "comer y beber que mañana moriremos", deberíamos de responsabilizarnos por nuestra futuro y el de nuestros hijos, pues pensar que en el ambiente egoísta y consumista en el que viven muchos, preguntan "¡cuánto cuesta criar un hijo?" Los hijos mal criados tampoco van a cuidar de ellos cuando lleguen a viejos. Ésta puede ser una lección de la Cuaresma bien vivida, aunque sea a nivel económico. Es través de nuestras decisiones diarias y concretas que llegaremos a ser santos y al cielo.
En todo caso el ayuno como acto de privación de alimentos, como algo necesario para la vida, como también la privación de otros placeres superfluos no sólo es una buena estrategia económica, sino hecho como afirmación de la soberanía de Dios y de nuestra dependencia de Él y de su Providencia nos ofrece grandes beneficios, no el menor de ellos el de lograr una mayor libertad. Como ya señalamos, va de la mano de la solidariedad y la convicción de que todos los bienes de nuestro mundo están al servicio de todos los seres humanos. Recordemos un dicho del Señor Jesús, que encontramos en el libro de los Hechos de los Apóstoles: "Es más dichoso dar que recibir" (20,35). Privarnos de lo superfluo para poder darlo a los más necesitados es una buena manera de vivir lo que el Señor nos enseña en este dicho.
viernes, 11 de marzo de 2011
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