HOMILÍA VI DOMINGO DE PASCUA, 26 DE MARZO DE 2019,
El domingo pasado,
hemos podido ver la importancia de las ciudades en la Biblia. En el
Libro del Génesis se atribuye a Caín, después de haber matado a su
hermano Abel, la construcción de las primeras ciudades. Luego
sabemos que Abraham era de Ur, una ciudad de los caldeos no lejos del
Golfo Pérsico. También a los israelitas oprimidos en Egipto se les
obligó a construir con trabajos forzados las ciudades del Faraón.
En el mismo Apocalipsis, hemos visto que Jesús en su gloria envía
unas cartas a siete ciudades que se encontraban en la Provincia de
Asia, al sureste de lo que es ahora Turquía. Entre las más
importante de todas obviamente era Roma, y también Alejandría,
fundada por Alejandro Magno. Sin embargo, la ciudad más importante
en la Biblia es ciertamente Jerusalén, que era la capital de los
jebuseos hasta que la conquistó el Rey David y la hizo la capital de
sus territorios que incluían el norte y el sur. Allí, aunque fue su
hijo Salomón quién construyó el templo, David había preparado los
elementos necesarios para la realización de esa gran tarea. La parte
más antigua e importante de Jerusalén, donde se encuentra el
templo, se llamaba Sión y aparece en muchos salmos y textos
proféticos. Otras ciudades famosas que aparecen en la Biblia son
Babilonia y Ninevé cuyos gobernantes en un momento y otro sometieron
a su dominio el pueblo de Israel, exiliando a buena parte del pueblo
y en el caso de Babilonia destruyendo el templo de Jerusalén. Una
ciudad es un lugar donde su realizan diversos tipos de actividades,
como el comercio, el gobierno, obras de arte a veces de gran ingenio,
jardines, plazas, templos etc. Son centros culturales, y si el hombre
no hubiera aprendido a cultivar la tierra y posteriormente
organizarse en pueblos y ciudades, la cultura humana no se hubiera
desarrollado como se hizo. También la Iglesia, en sus primeros
siglos de existencia se desarrolló casi exclusivamente en ciudades.
El primero conocido por llegar el Evangelio al campo era San Martín
de Tours y la gente de campo se les denominaba “paganos”. San
Patricio, apóstol de Irlanda, no encontró ciudades en la isla por
lo cual organizó la Iglesia alrededor de los monasterios y durante
varios siglos era así.
Nuestro pasaje del
Apocalipsis de hoy proviene del último capítulo, el 22. Ya hemos
visto el domingo pasado como al final Dios va a arreglar y ordenar
todo, que se va a volver a realizar la relación esponsal entre Dios
y su pueblo, como hará nuevas todas las cosas y que no puede ser de
otra manera, pues no se podría comprender por qué Dios hubiera
creado el universo y al hombre y hubiera permitido que prevaleciera
el mal, el pecado y la muerte. Esta es la gran consolación que
encontramos en este, el último libro de la Biblia. Nuestra lectura
de hoy comienza: “El ángel me transportó a un monte altísimo y
me enseño la ciudad santa de Jerusalén que bajaba del cielo”.
Recordemos cómo Satanás al tentar a Jesús también lo llevó a un
monte alto y le enseñó todos los reinos de la tierra y le ofreció
el dominio sobre ellos, y obviamente las ciudades contenidos en
ellos, porque decía que le pertenecían y podría dárselos a
Jesús. Esta visión presentado por el demonio trata del mundo
antiguo nuestro dominado por él, pero ahora al final cuando ya la
victoria de Dios y de Jesucristo es patente, la ciudad santa de
Jerusalén baja del cielo. Esto es muy importante. Está clarísimo
que el hombre no es capaz de salvarse por sí mismo ni acabar con el
mal que hay dentro de sí y en el mundo entero. El siglo XX nos pone
delante las diversas ideologías que a través de la ingeniería
social intentaron alcanzar un mesianismo humano y como en el proceso
dejaron más de 100 millones de muertos, es decir, sobre todo en el
caso del comunismo en sus varias versiones y el nazismo. Hoy en día,
tenemos otro tipo de ingeniería social e ideologías incluso más
nefastas porque ya no tienen campamentos de concentración ni gulags
en Siberia donde enviar a la muerte a los que no aceptan su ideología
y por ellos sus promotores son más listos. Ahora convencen a la
gente, empezando con la juventud que con abundancia de pornografía,
y demás tipos de sexo, con el consumismo, ya tienen una libertad
jamás alcanzada, pero lo que han logrado es lo que San Agustín
llamaba “libido dominando”, es decir, el deseo de dominar y
someter a la gente a su dominio y al mismo tiempo la gente piensa que
tiene más libertad que nunca. En cambio, la verdadera Ciudad de
Dios, la Ciudad Santa de Jerusalén baja del cielo, proviene de Dios,
y “trae la gloria de Dios”. La gloria de Dios es la manifestación
clara de su grandeza, de su magnificencia, de todo su poder y
belleza, que es lo que existe en el cielo. Y es lo que pedimos en el
Padre Nuestro cuando rezamos “Venga tu Reino. Hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo”. Como Dos es el creador del universo
y de cada uno de nosotros está claro que solo alcanzaremos la
verdadera felicidad cumpliendo su voluntad como se hace en el cielo.
Como ya hemos visto, se trata de la unión del cielo y la tierra, que
es lo que Jesucristo alcanzó con su muerte en la cruz y su gloriosa
resurrección.
Luego viene una
descripción de cómo va a ser esta ciudad santa de Jerusalén. En
primer lugar, tendrá una gran muralla. De hecho, la palabra santa
significa separado, o
perteneciente a la esfera de Dios. La muralla la separa en toda su
belleza y orden de todo lo que es el caos, cosa que ya vimos que Dios
hizo en el primer capítulo del Génesis al crear de manera ordenada
todos los seres en los seis días y descansó el séptimo día que
tiene que ver con el sábado judío, es decir el culto a Dios. Las
ciudades antiguos tenían puertas en las murallas y así también la
ciudad santa de Jerusalén tiene doce de ellas correspondientes a los
doce tribus de Israel. Recordemos
que el número 12 es 3x4, todos números simbólicos. También los
apóstoles son doce y cabe señalar que en el Libro de los Hechos de
los Apóstoles, San Pedro propuso la elección de uno para que tomara
el lugar de Judas implicando la importancia de que el número de los
apóstoles fuera doce. Luego la
ciudad estaba fundada sobre doce cimientos con los nombres de los
“doce apóstoles del Cordero”. En unos momentos rezaremos el
Credo y profesaremos nuestra fe en la Iglesia, una, santa, católica
y apostólica. Así vemos la importancia de la apostolicidad de la
Iglesia y la tarea esencial de ella de mantener y desarrollar la
Tradición Apostólica y no inventar ninguna doctrina nueva que no
venga de Jesús y de los apóstoles.
Puede
parecer extraño que se diga a continuación que en la ciudad no
había templo porque “es su Templo el Señor Todopoderoso y su
Cordero”. En el Antiguo Testamento, el templo era de importancia
extraordinaria dado que se veía como la morada de Dios en medio de
su pueblo. Allí más que en otro lugar se podía experimentar la
presencia de Dios. Esto nos recuerdo el episodio de la expulsión de
los vendedores del templo y como las autoridades se quejaron
preguntándole con qué autoridad había hecho tal cosa. Jesús
respondió que en tres días destruiría este templo lo y
reconstruiría, y el evangelista comenta que se refería a su cuerpo,
de manera que Jesús es el verdadero templo, o lugar del encuentro
con el Dios vivo.
Tampoco
la ciudad necesitaba de lámparas porque el Señor Dios y su Cordero
son la luz que ilumina todo. El tema de la luz es uno de los
principales en el Evangelio de San Juan. Jesús se declara como la
luz del mundo, pues las tinieblas siempre simbolizan el mal, el
pecado y la muerte. Hemos visto el domingo pasado que ya no va a
haber muerto. Se distingue entre varios tipos de luz. Primero la luz
física que proviene del sol. Luego la luz de la razón que es el
tipo de inteligencia que Dios nos ha dado y a través de la cual
podemos conocer el mundo y a nosotros mismos por nuestra capacidad de
autoconciencia. Además, la fe es una luz aunque no plena pero sí
ayuda a la razón a descubrir a Dios tanto en su creación pero sobre
todo en su revelación de sí mismo culminando en Jesucristo Nuestro
Señor. Luego en el cielo existe lo que los teólogos llaman “lumen
gloria”, que es un nuevo tipo de luz gracias a la cual alcanzamos
“ver a Dios”, es decir, una relación plena directa con Él que
se llama la visión beatífica.
Si
Jesucristo es la luz del mundo, también nosotros como miembros de su
Cuerpo estamos llamados a serlo como dice Jesús en el Sermón de la
Montaña. Nos toca reflejar la luz que es Jesús mismo. Ojalá y Dios
quiera que estos días de la Pascua nos hayan dado la oportunidad de
eliminar algunas de las tinieblas que inevitablemente tenemos en
nuestra vida y a través del conocimiento y unión con Jesús seamos
realmente luz para los que conviven con nosotros.
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