sábado, 15 de diciembre de 2018

DOMINGO DE ALEGRÍA

HOMILÍA PARA EL III DOMINGO DE ADVIENTO, , 16 DE DICIEMBRE DE 2018.

¿En un mundo marcado por tanto odio, conflictos, injusticias de todo tipo, es posible la alegría? Nuestra primer lectura proviene del libro del Profeta  Sofonías, que es uno de los profetas llamados menores por haber dejado un libro breve consistente en tan solo tres capítulos. Ejerció su ministerio profético en tiempos del Rey Josías, considerado por la Biblia como uno de los pocos reyes buenos. Este rey realizó una reforma religiosa en su reino de Judá. Sofonías es más o menos contemporáneo de Jeremías y ambos coinciden en el concepto claro que tienen del pecado como una ofensa seria a Dios. Como en general, todos los profetas, Sofonías advierte acerca de la venida del gran día del Señor, día terrible de juicio y condenación de los malos. Sin embargo, quedará un resto fiel que mantendrá la fidelidad a la ley de Dios. Nuestro pasaje de hoy comienza así: Regocijate, hija de Sion, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón Jerusalén. El Señor será rey de Israel en medio de tí y ya no temerás. Es cierto que el Señor ha de hacer justicia y condenar a los malvados, pero queda el resto fiel que experimentará su victoria y se alegrará". De manera similar en lugar del salmo, hoy tenemos un pasaje del Profeta Isaías que expresa una gran alegría por el hecho de que Dios es el Señor y que da la salvación Invita a dar gracias a Dios, cantar, vitorear: "qué grande es en medio de tí el Santo de Israel". San Pablo se dirige a los cristianos de Filipo invitándoles a "estar siempre alegres" y lo repite. "El Señor está cera. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en oración y súplica con acción de gracias, vuestra peticiones sean presentadas a Dios.

Se podría objetar: ¿Cómo se puede ordenar a ser alegres? ¿No es algo que va más allá de nuestra voluntad? El secreto es que se nos ha dado una vida nueva, superior por nuestra incorporación a Cristo y eso nos da nuevas fuerzas y nos hace capaces de cosa imponderables antes.  Si Jesús prometió estar presente con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, y él mismo decía los fariseos que se quejaban porque sus seguidores no ayunan, ¿cómo pueden ayunar cuando el novio está con ellos? En la primera parte del libro de Sofonias, encontramos amenazas contra Jerusalén, contra los pueblos que vivían alrededor de Israel, pero si bien es cierto que el Día del Señor, el juicio, es algo tremendo, sin embargo tenemos la seguridad de que el Señor triunfará  e incluso ya ha triunfado con su resurrección. El mismo se sometió a grandes pruebas, lágrimas y sufrimientos indecibles llegando al extremo de la cruz, pero la cosa no termina allí. Llega el Domingo de la Resirrección  y poco a poco los apóstoles se dan cuenta de que Jesucristo ha resucitado de verdad, que la muerte no tiene más poder sobre él. San Pablo dice que los paganos no tienen esperanza, y si nuestra esperanza es solamente de este mundo, somos las personas más miserables. Pero dado que Jesús ha resucitado y alcanzado la victoria sobre el mal y la muerte, de verdad podemos y debemos alegrarnos.

De hecho, lo que celebraamos en todas las celebraciones ligúrgicas es el Misterio Pascual, es decir, el paso de Jesús a través del  dolor y la muerte en la cruz hasta la victoria gloriosa de la resurrección y la espernaza fundada que nosotros tenemos de ser llevados también de la mano del Señor a gozar de la vida verdadera que no termina con Él, con el Padre, el Espíritu Santo, los ángeles y los santos en el cielo. Esta es la realidad que no debemos de olvidar nunca, sobre todo cuando nos toca sufrir cualquier mal. San Pedro dice en su primer carta que el Señor "nos ha regenerado a una esperanza viva" y San Pablo puede decir "regocijo en mis tribulaciones". ¿Esto no parece una contradicción? Pues no, precisamente, porque en medio de las tribulaciones Jesucristo el Señor está con nosotros y nos asegura que tales tribulaciones son breves y el premio de la vida verdadera no termina nunca. Así también, la muerte es una Pascua, de la mano del Señor, pasamos por el trance de la muerte alimentados por los sacramentos de la Iglesia, sobre todo la Eucarístía como viático, es decir, pan para el camino. Si nos toca morir repentinamente, no podemos recibir los sacramentos ni la indulgencia plenaria que el sacerdote puede administrar con el crucifijo de manera que con eso evitaremos el purgatorio, entonces nos conviene estar siempre preparados y pertrechados para el encuentro con el Señor, Juez misericordioso de vivos y muertos.

En los días de Adviento, hemos escuchado la invitación tomada del Libro de Isaías de abrir un camino para el Señor que viene. Esto significa que debemos de disponer nuestros corazónes para que llegue a ellos el Señor de una manera nueva y superando obstáculos que pudieran darse en nuestra vida para esté realmente dedicada radicalmente a Él. Estos obstáculos pudieran ser "los afectos desordenados", como los llama San Ignacio de Loyola. El que no ama al Señor con todo el corazón, con todo el alma y con todas sus fuerzas" ama y se dedica a algún dios falso, que pudiera ser el placer, la fama, alguna aficción como el deporte, el consumismo que es un peligro en este tiempo de Navidad. Puede que tengamos el vicio de querer imponer nuestras ideas a otros y no escuchar ni apreciar loq ue tienen que aportar. Jesús nació en el silencio, en la soledad, sin contar con nada de este mundo sino el cariño de María, de San José, el asombro de los pastoers y el canto de los ángeles.

Termino con una cita de la Exhortación Apostólica del Papa San Pablo VI publicada el 9 de mayo de 1975 en la ocasión del Año Santo en curso aquel año precisamente sobre el tema de la alegría:

"12. Sería también necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el Reino de los cielos.  (Gaudtet in Domino, 12).


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