HOMILÍA DOMING DE PENTECÓSTÉS 2009, 31 DE MAYO
Dentro de unos momentos en el Credo Profesaremos: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe nuestra adoración y gloria”. Aunque todo lo que hay en Dios es divino y muy por encima de todo lo que nosotros podemos captar o comprender con nuestra limitada inteligencia, podemos entender de alguna manera que Dios es Padre, y que es Hijo, particularmente cuando leemos los evangelios, sobre todo el de San Juan. Nos ayuda, aunque de forma muy remota e incompleta, nuestra experiencia y conocimiento de la familia. Sin embargo, no se ve muy claro donde entra el Espíritu Santo. Nuestro evangelio de hoy nos da una primer pista. Jesús resucitado se aparece a los apóstoles en la tarde del Domingo de la Resurrección y respira sobre los apóstoles. La respiración es absolutamente fundamental para que podamos seguir viviendo. La tomamos por supuesto, pero si el Espíritu Santo tiene que ver con la respiración en el sentido de que de alguna forma nos indica que se comunica a los apóstoles el mismo Espíritu que movía a Jesús en toda su vida. De hecho el ángel, al anunciar la concepción de Jesús en el seno de María, indica que “el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el que va a nacer de ti se llamará Hijo de Dios”. Los Padres de la Iglesia decían que Jesús fue ungido invisiblemente con el Espíritu Santo en su concepción, y luego visiblemente en el bautismo con la bajada del Espíritu en forma de paloma. La palabra "cristós" en griego significa ungido. En el Antiguo Testamento se ungía a los grandes personajes como los sacerdotes, profetas y reyes. Es decir, que Jesús entrega a los apóstoles el mismo principio de su vida al respirar sobre ellos y decir “recibid el Espíritu Santo”. La unción de Jesús no se realizó con un ungüento, sino con el mismo Espíritu Santo cuando fue concebido en el seno de la Santísima Virgen.
En el relato de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, la primera de las cinco veces en las que el Espíritu Santo baja sobre los creyentes en el libro de los Hechos, se sacude la casa y hay un viento fuerte y lenguas de fuego. Desde el inicio de la Biblia en el relato de la creación el Espíritu de Dios es la fuerza y el poder de Dios que todo lo transforma. Se apodera de los profetas y les comunica lo que tienen que hablar y hacer. Viento fuerte, terremotos y lenguas de fuego simbolizan la presencia y la acción de Dios en la Biblia. El fuego que quema simboliza el amor de Dios. “Jesús había dicho: “he venido a traer fuego a la tierra y como me siento anhelante hasta que se cumpla”. Es un fuego que quema y transforma no para destruir sino para comunicar a los apóstoles algo de ese amor eterno de Dios que se manifestó en la persona de Jesús, sobre todo en el Misterio Pascual de su muerte y resurrección.
En el evangelio de hoy Jesús pasa enseguida a comunicarles a los apóstoles el poder de perdonar los pecados. Sabemos como ese poder que Jesús ejercía provocó bastantes disputas con los fariseos y los escribas que decían “¿quien puede perdonar pecados si no Dios?” También San Pedro en su predicación pone como condición para acoger la acción de Dios por el Espíritu Santo, cuya respuesta es la fe, la conversión. Igualmente Jesús mismo había iniciado su predicación, según nos indica San Marcos el primer capítulo de su evangelio.
El pecado es un poder, un dominio en el mundo desde que se dio el primer pecado de Adán, que consistía, más en desobediencia a una prohibición que podría parecer insignificante, en intentar ser como Dios, establecerse como su propio dueño y señor, cuando era una mera criatura totalmente dependiente de Dios. En libro del Génesis 1, 23 nos dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Lo estableció como vicegerente, su vicario para regir y gobernar toda su creación. El pecado tuvo unas consecuencias nefastas para el hombre y para la creación entera. Creó la división, la desarmonía entre el hombre y sus semejantes y con toda la creación. EL libro de los Hechos nos cuenta como los peregrinos de diversas procedencias podían comprender la predicación de Pedro y los demás apóstoles en su propia lengua. Este episodio trae a la memoria el episodio de la torre de Babel, y sin duda San Lucas tiene en mente esta escena en el libro del Génesis. Se trata de la arrogancia, de la prepotencia de aquellos hombres que con ladrillos y alquitrán querían construir una torre que llegara al cielo, de manera que ellos no necesitarían a Dios para alcanzar su plena realización. La misma palabra Babel proviene de Babilonia, la ciudad que en la Biblia simboliza la guerra, la disensión, la angustia, el desorden, el Reino de Satanás. Los hombres no hicieron más que multiplicar los pecados hasta que Dios decidió acabar con ellos en el diluvio. El episodio de la torre de Babel, que viene después del diluvio, significa que los hombres se habían empeñado una vez más en construir ellos una ciudad, y una torre que llegara al cielo, es decir, intentar lo que había intentado Adán, ser como Dios. Además lo hacian con ladrillos y alquitrán, es decir, productos de la tecnología o del ingenio del hombre, no piedra y cemento que provienen de la naturaleza. Además, la palabra Babel está relacionada con Babilonia, la gran ciudad donde fueron exiliados los judíos. En la Biblia Babilonia simboliza la ciudad perversa producto de la prepotencia del demonio y de los hombres que intentan construir una ciudad en contra de Dios. Dios interviene para confundir o dispersarlos de manera que ya no pueden comprenderse, pues ya no hablarían la misma lengua. Ahora en el día de Pentecostés San Lucas presenta a todos los peregrinos que estaban en Jerusalén para la fiesta y da una lista de los lugares, escuchando a los apóstoles y entendiéndolos en su propia lengua. El pecado había provocado confusión, alejamiento y incomprensión entre las personas. Ahora se cumple lo que se había profetizado acerca del Mesías, que reuniría a los dispersos en Sión, es decir, en Jerusalén, crea una nueva comunidad basada en la fe en Jesús resucitado y el testimonio de su vida de total entrega a los más necesitados.
El Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Iglesia declara que la Iglesia es como sacramento, o signo del amor de Dios y de la unión de todo el género humano. Hoy celebramos el nacimiento de la Iglesia. San Lucas quiere que nos demos cuenta de la importancia de ese momento en el que por obra del Espíritu Santo la Iglesia, Cuerpo de Cristo nació y se lanzó al mundo. En aquel primer grupo de los apóstoles, María y las mujeres y los otros discípulo estaba presente toda la esperanza de la salvación del mundo de todos los tiempos, el anhelo de unidad y de paz. Se trataba de la superación de la dispersión, la confusión, el distanciamiento de los hombres unos de otros provocado por el pecado. Esto queda simbolizado por la superación de la distinción de la las lenguas en Babel, y ahora todos pueden entender el mismo lenguaje. Se trata del lenguaje del amor que es universal, de la unidad, de la paz. Era el primer acto de la historia de la Iglesia, que es la historia de la acción del Espíritu de Jesús para llamar a todos a la conversión, al perdón de los pecados. Es verdad que eso no convirtió a los primeros discípulos en una especie de ángeles. No estaban exentos de problemas y dificultades. El fuerte impacto de la acción del Espíritu Santo que hacía presenta a Jesús en medio de ellos y los impulsaba a proclamar la buena noticia que les había encomendado Jesús los llevó a ser fieles a su misión.
¿Qué pasa con nosotros? ¿Qué pensamos de nuestra Iglesia? ¿me doy cuenta de lo que significa ser católico, haber recibido la gracia del Espíritu Santo en el bautismo y la confirmación? ¿Me doy cuenta de la urgencia del mensaje de Jesús de la conversión, del perdón de los pecados, que para ello tengo que reconocer mis pecados y arrepentirme de ellos? ¿Acaso la acción del Espíritu Santo la percatamos un poco como la respiración, no recordando su importancia? El P. Raniero Cantalamessa, sacerdote Capuchino que es el Predicador de la Casa Pontificia, cuenta una anécdota interesante. Una familia italiana de pobres inmigrantes que iban en un barco del sur de Italia a Estados Unidos, llevaban pan y queso para alimentarse a lo largo del viaje de más de una semana a Nueva York en el barco. Hacia el final, el hijo se quejó con los padres de lo aburrido que estaba de comer el pan y el queso, el pan ya duro y el queso enmohecido. Les suplicó que le permitieran ir, por lo menos una vez a comer en el restaurante del barco. Le dieron las pocas monedas que tenían y fue a comer en el restaurante. Después de un buen rato volvió llorando. Los padres, extrañados, le preguntaron por qué lloraba si había logrado lo que quería. Le contestó que se había enterado de que la comida en el restaurante no costaba nada extra, que estaba incluido en el billete. ¿No nos pasa algo así a nosotros? Hemos sido bautizados, confirmados y convocados al gran banquete del Reino que es la Santa Misa en la que se nos da el alimento del Cuerpo y la Sangre de Jesús. ¿No hemos pasado la mayor parte de nuestra vida comiendo pan duro y queso enmohecido en vez de responder a la invitación de Jesús a vivir de verdad en comunión con Él a través de la acción del Espíritu Santo, como hizo María Santísima? No posterguemos hasta el final de nuestra vida esta nueva vida a la que nos invita Jesús, y que se hace posible por la acción maravillosa del Espíritu Santo.
sábado, 30 de mayo de 2009
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