La doctrina de la Trinidad, de que en Dios hay tres personas con una misma naturaleza, es juntamente con la de la encarnación y la redención por la muerte y resurrección de Jesucristo, la más característica del cristianismo. De hecho, los musulmanes la consideran “triteísmo”, doctrina de tres dioses en contraste el monoteísmo, la creencia en un solo Dios. Sin embargo, empezamos el Credo todos los domingos en la misa con la afirmación: “Creo en un solo Dios”. Muchos cristianos piensan poco en esta doctrina de la Trinidad. La consideran muy difícil, un misterio que no tiene mucho que ver con la vida diaria, real. Estamos en una época denominada de secularización. La palabra “secularización” se deriva del latín “saeculum”, que significa “mundo”, o también “siglo”, refiriéndose a nuestro mundo actual, y no considerando otro posible mundo futuro. En épocas anteriores, la religión tenía una gran preponderancia en la vida de las personas, en dar explicación a los fenómenos de la naturaleza, y de la vida diaria. Este hecho lo podemos constatar al leer la Biblia, y también en la mitología de los pueblos antiguos. Hoy en día en vez de recurrir a explicaciones religiosas para comprender los cambios de clima y otros fenómenos naturales, recurrimos a la ciencia, que supuestamente está basada en la razón del hombre. Antiguamente los mismos saludos que se dan entre las personas hacían referencia a Dios. Por ejemplo el saludo “Buenos días”, tiene su versión completa en “Buenos días nos dé Dios”, de manera que en realidad era una oración. En el siglo XVI, Santa Teresa de Jesús y sus contemporáneos medían el tiempo según el número de “Aves Marías que uno podía recitar. Hoy contamos con relojes sumamente precisos y a cada rato la radio nos indica la hora. Como resultado de este proceso que lleva muchos siglos, y que por otra parte no es que sea del todo negativo, se ha llegado hoy en día a un olvido de Dios en la vida concreta. Llegó primero el ateísmo militante y luego el agnosticismo. Según esta última posición, si Dios existe no sabemos, y no podemos saber nada de Él. Tiene poca diferencia con el ateísmo, que suele ser más militante, como fue el caso del Comunismo que sin excepciones se dedicaba a una persecución religiosa feroz, por considerar la religión retrógrada y un obstáculo para el avance de la humanidad. En nuestro tiempo sigue existiendo este tipo de ateísmo, pero es más común la indiferencia, es decir, vivir como si Dios no existiera.
El paganismo antiguo creía en muchos dioses, posiblemente uno de ellos sería el principal, y los otros como los cortesanos en la corte de un gran rey o señor. Tales dioses provocaban miedo y angustia. Por ello, había que hacer oraciones y sacrificios, a veces sacrificios humanos, como en el caso de los Aztecas, para aplacar la ira de aquellos dioses caprichosos. Ya en el Antiguo Testamento gracias a la intervención personal de Dios en la historia, empezando con Abrahán, y siguiendo a la largo de los 1800 años que lo separa de la venida de Jesucristo, Dios se fue revelando como un Dios cercano que se preocupaba por la suerte de su pueblo, un Dios rico en misericordia y clemencia. Ya en el libro del Deuteronomio se da el gran mandamiento que Jesús hizo suyo y llevó a nuevas alturas: “Escucha, Israel, El Señor tu Dios es el único Dios. Amarás a tu Dios con todo el corazón, con todo el alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo”, y que haciendo esto Israel tendría vida.
Jesús, desde su primera aparición como niño de 12 años, según lo cuenta San Lucas, ya tiene una experiencia única de Dios como su Padre, “Abbá” en su lengua materna, el arameo. Le contestó a María, su madre, después de haberse perdido en el templo y de haber causado no poco angustia a María y a José: “¿No sabíais que tenía que estar ocupado en los asuntos de mi Padre”. La experiencia central y más radical de Jesús es la de Dios como su propio Padre, pero con una intimidad inaudita entre sus contemporáneos o sus antecesores en Israel. Queda reforzada esta experiencia en su bautismo, cuando también bajó sobre el Espíritu Santo en la forma de una paloma. Lo mismo dígase en el episodio de la transfiguración, cuando se encontraba en una encrucijada en su misión. Se escucha la voz del Padre que manda escucharlo. A partir de allí se dirige decididamente a Jerusalén, donde sabe que va a sufrir y morir, mientras también prepara a sus discípulos para esa eventualidad. Otra vez, en Getsemaní, cuando siente el peso tremendo de la durísima misión que el Padre le había encomendado, y le pide apartar de Él ese “cáliz”, pero le pide también que se haga la Voluntad del Padre, revela la relación íntima que tiene con Él. Todo eso queda resumido de forma admirable en el Padre Nuestro, su propia oración que entrega a los discípulos, precisamente cuando ellos lo vieron en oración, según cuenta San Lucas.
Desde el primer momento de la existencia de Jesús, cuando el Ángel Gabriel anuncia a María su concepción virginal, le dice: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el que va a nacer de ti se llamará Hijo de Dios”. Sobre todo a partir de su bautismo en el Jordán, Jesús es guiado y conducido por el Espíritu Santo. En el momento de su muerte, San Juan dice que “entregó su espíritu”. Los Padres de la Iglesia entienden ese episodio como entrega del Espíritu Santo. Igualmente en los relatos de la Resurrección en San Juan, Jesús ´resucitado respira sobre los discípulos y les comunica el Espíritu Santo, juntamente con la misión de proclamar la Buena Noticia que es el Evangelio a todos. San Mateo tiene el episodio del encuentro de Jesús resucitado en una montaña de Galilea donde los manda a bautizar “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu”, predicando y haciendo discípulos de todos los pueblos.
Solo a partir de la resurrección y la venida del Espíritu Santo los apóstoles fueron reconociendo la divinidad de Jesús. Si hay muchos indicios de su extraordinaria autoridad, que él mismo se coloca por encima de Moisés, que había entregado la Ley, por encima del Rey Salomón, que representaba la sabiduría en Israel, y por encima de los profetas. En la segunda lectura de hoy encontramos la fórmula trinitaria que utilizamos con frecuencia como saludo al inicio de la Santa Misa: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con vosotros”. Esto ya a unos treinta años de su muerte y resurrección. Si nos fijamos en las oraciones de la Misa, encontraremos que prácticamente todas son trinitarias. Se dirigen al Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo.
Dios no se reveló a nosotros como tres personas en una misma substancia para satisfacer nuestra curiosidad, sino para manifestarnos su amor, que es los que nos indica el evangelio de hoy: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo, no para que el mundo se pierda, sino para que se salve por Él”.
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El próximo domingo es la Fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor. Esta fiesta es de gran raigambre en todo el mundo católico. Tiene su inicio en el siglo XIII, en Liege, ahora en Bélgica. Una monja recibió una visión del señor, pidiendo que se estableciera esta fiesta. Primero su obispo estableció la fiesta en la diócesis. Luego ese obispo llegó a ser Papa y la extendió al toda la Iglesia.
Es una ocasión para hacer manifestación pública de nuestra fe en Jesús en la Eucaristía, como alimento espiritual, el verdadero Pan de Vida. Hoy en día hay una campaña de notable fuerza desde gobierno y bastantes medios de comunicación que intenta acabar con cualquier manifestación pública de la fe católica, e intenta convencer a la sociedad de que la religión es una cosa privada, sin ninguna incidencia en la vida pública. Al mismo tiempo se quiere indoctrinar a los niños con una supuesta “educación para la ciudadanía” que promueve ideologías nefastas acerca de la persona, y la sexualidad. Invito a todos a participar en la Santa Misa con gran devoción en el día del Corpus, y luego en la procesión, manifestando públicamente su fe en Jesús que está presente en medio de nosotros en la Eucaristía.
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