LA ORACIÓN
La Iglesia nos propone tres aspectos de la disciplina cuaresmal que son la oración, el ayuno y la limosna. Hoy voy a comentar la primera, la oración. Todos hemos aprendido las oraciones más comunes que nos enseña la Iglesia de niños. A veces las hemos recitado con rutina, sin pensar mucho en las palabras que repetíamos. Nuestra oración no puede quedar en ese nivel de niños. También debemos rescatar algunos aspectos de nuestra oración de niños. El niño tiene una gran confianza en sus padres y no les es difícil recurrir a Dios como Padre de Jesucristo, y a Jesús como hermano para presentarle sus peticiones. También el niño se siente pequeño e incapaz de lograr sus sueños solo. Echa mano de su imaginación y no le cuesta imaginarse las escenas del evangelio como la del Nacimiento de Jesús en Belén, el hecho de que Jesús haya sido niño como él y que haya tenido vivencias semejantes a las suyas. Aquí ya tenemos tres aspectos fundamentales de la oración, es decir, ante todo nuestra indigencia. Es obvio que no somos capaces de alcanzar cumplir nuestros deseos por nosotros mismos y eso se debe a que somos criaturas, que nuestra vida no nos la dimos a nosotros mismos. Antes la recibimos de Dios y de Él dependemos. En eso consiste también la humildad, reconocer nuestra verdad como criaturas dependientes e incapaces de sobrevivir o alcanzar la tan deseada felicidad por nuestros propios esfuerzos. Si eso es así, y nuestros deseos son reales, y corresponden a nuestra necesidad, está claro que nuestra vida tiene un sentido y que no consiste en pura frustración y desesperación. De ahí la importancia de la confianza en Dios como Padre tal y como la experimentó Jesús en todos los momentos de su vida, incluso en los más duros y difíciles como en Getsemaní y en la cruz. Además, la oración que nos enseña Jesús, el prototipo de toda oración comienza con la invocación de Dios como Padre. Jesús compara la confianza que debemos de tener en Dios como Padre con la que tiene un niño con su padre cuando dice: “¿Qué padre hay entre vosotros que si su hijo le pide un pez en vez del pez le da una culebra, o si le pide un huevo, le da un escorpión?” (Lc 11,11). Una definición tradicional de la oración es “la elevación de la mente y del corazón a Dios para pedirle cosas convenientes”. Se echa mano no sólo de la mente, o la razón, sino también de las emociones y la imaginación al orar a Dios.
Jesús nos da también otras instrucciones acerca de cómo orar. Recomienda no orar como una segunda intención de lograr que otros nos vean o nos alaben, sino orar en secreto: “Y cuando oréis no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas. …cuando vayas a orar entra en tu aposento, y después de cerrar la puerta ora a tu Padre, que está allí en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto te recompensará” (Mt 6,5-6). También Jesús recomienda evitar la palabrería al orar: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados” (Mt 6,7). Como queda muy claro, y lo recalca Santa Teresa de Jesús, para orar no precisa hablar mucho sino amar mucho. De hecho lo más importante es escuchar.
¿Cómo se escucha a Dios? Pues sí, como leemos al inicio de la Carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos, habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos” (Heb 1,1-3). El Prólogo del Evangelio de San Juan nos da el mismo mensaje de modo sucinto: “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”. La Palabra de Dios nos la entrega ante todo la Santa Biblia y esa Palabra nos llega en la misma persona de Jesús. La Primera Carta de San Juan nos señala que “Dios nos amó primero”, y podríamos añadir “Dios nos habló primero”. Por tanto, la oración es ante todo escucha. Los mismo nos indica el Salmo 94, que se utiliza para dar inicio a la oración de la Iglesia que se reza en todos los monasterios y que rezan todos los sacerdotes, diáconos y muchos fieles en todo el mundo: “Ojalá escuchéis hoy su voz. No endurezcáis vuestros corazones”. También aquí como en otros muchos pasajes de la Sagrada Escritura, se nos invita a ablandar el corazón, de eliminar la dureza de corazón.
Pero para poder aprender a escuchar la Palabra de Dios, para escuchar a Jesús y el Espíritu Santo, tenemos que aprender a escuchar. Pudiera parecer una cosa fácil, de todos los día eso de escuchar, pero no es así. Los psicólogos hacen muchos años de estudio y de prácticas para aprender el arte de la psicoterapia, que consiste fundamentalmente en escuchar con empatía a las personas con diversos problemas. Escuchar forma parte esencial de sus herramientas terapéuticas. Así como todo hombre anhela amar y ser amado, no se puede lograr esto sin antes haber escuchado de verdad al otro. Se trata de salirnos de nosotros mismos, de atender al otro, pues la verdad es que la mayor parte de nuestro tiempo estamos absortos en nuestro mundo, en nuestros asuntos, y aunque decimos que atendemos al otro, no lo hacemos. Aquí se necesita una gran disciplina, que tiene que ser resultado del trabajo y del esfuerzo, como el arte y el deporte. Uno de los mayores favores que podemos hacer a otras personas es escuchar su propia historia. Esto se nota de modo particular con las personas mayores que con frecuencia cuentan muchas cosas de su pasado y no somos capaces de escucharlos o interesarnos por lo que cuentan. Se trata también de escuchar con empatía. Empatizar con otros significa intentar identificarnos con sus sentimientos, meternos en su pellejo, como se suele decir,
Ciertamente, en el caso de la oración y la Sagrada Escritura, el hecho de que Dios en la segunda persona de su Santísima Trinidad se haya hecho uno de nosotros, haya compartido en todo nuestra condición humana, menos en el pecado (que es un defecto y un desastre) facilita nuestro empeño en escucharlo en su Palabra. San Pablo nos invita a tener los mismos sentimientos que Jesús, que son de humildad, de obediencia a la voluntad de su Padre (Fil 2,6-11), de amor, que San Juan describe como amor “hasta el fin” o “hasta el extremo”, que es la cruz. Por otra parte, la Sagrada Escritura nos entrega una gran cantidad de oraciones, en particular los Salmos, fue fueron las oraciones de Jesús, de María y de los Apóstoles. De manera que podemos hacer nuestros los sentimientos de Jesús cuando leemos y meditamos la Palabra de Dios. Podemos hacer nuestras las mismas palabras de Dios que encontramos en la Biblia. Allí descubrimos cómo Jesús se sintió cansado, se alegró, lloró sobre Jerusalén y a la muerte de su amigo Lázaro, sufrió el acoso constante de los Fariseos, se sintió sólo y abandonado en Getsemaní y en la cruz, le costó profundamente la incapacidad de los discípulos de entender su misión, la traición de Judas, la negación de Pedro, al que luego perdonó cuando éste lloró amargamente su pecado. No hay ninguna situación de nuestra vida que no ilumina la Palabra de Dios. Por lo tanto, escuchar la Palabra de Dios es el primer requisito para una verdadera oración cristiana. El mismo Jesús le dice al demonio en el desierto: “No sólo de Pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Por el bautismo hemos sido incorporados a Cristo y hechos miembros vivos de Él, de manera que Él ora en nosotros y por nosotros. San Lucas en el pasaje de la Anunciación presenta las palabras del ángel a María: “El Espíritu Santo vendrá sorbe ti y el que va a nacer se llamará Hijo de Dios”. Los Padres de la Iglesia consideraban esta la unción secreta del Espíritu Santo de Jesús para que se realizara el gran misterio del hacerse hombre del Hijo de Dios. Luego en el Bautismo de Jesús en el Jordán se produjo la unción pública de Jesús y su envío para su misión con la venida visible del Espíritu Santo sobre Él en la forma de una paloma. Luego toda su misión la cumplió bajo la guía y el impulso del Espíritu Santo, pues el Espíritu lo llevó a través de la pasión hasta la cruz. En el relato de la Pasión de San Juan, cuando Jesús muere, el evangelista cuenta que los soldados le dieron a Jesús antes de morir una vasija de vinagre y “cuando tomó Jesús el vinagre, dijo “todo está cumplido”, e inclinando la cabeza, entregó el espíritu”. Los Padres entienden que se refiere al Espíritu Santo. Por cierto, en la tarde del Domingo de la Resurrección, como relata el mismo evangelista, Jesús sopló sobre los once apóstoles y les dijo: “recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,23). Ese episodio corresponde al de Pentecostés en San Lucas (Hech 2), y tradicionalmente el libro de los Hechos de los Apóstoles se denomina el Evangelio del Espíritu Santo.
San Pablo en el c. 8 de su carta a los romanos, nos ilumina acerca del papel del Espíritu Santo en la oración del cristiano, y en la misma línea coincide con unas palabras de Jesús que encontramos en el Evangelio de San Lucas, respecto al tema de qué debemos de pedir en la oración, y por qué muchos se desesperan cuando parece que Dios no les concede lo que piden, pese a las claras indicaciones de Jesús como:”Pedid y se os dará”. Primero, San Pablo afirma que por ser hijos de Dios somos guiados por el Espíritu de Dios, y por eso podemos tener la misma familiaridad con Dios Padre que tuvo Jesús, que oraba refiriéndose al Padre con la misma palabra que los niños hablan con su padre, es decir, “¡Abba!” Prosigue un poco más adelante: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir para orar cómo para orar como conviene, mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables”. Por lo tanto, el mismo Espíritu Santo nuestra incapacidad suple por nuestra incapacidad de orar, y nos capacita para hacer una oración sin palabras desde lo más profundo de nuestro ser.
En la vida pública de Jesús, cuando la gente iba descubriendo cómo obraba los milagros, la expulsión de los demonios, la libertad y la autoridad que manifestaba, se llenaba de asombro. También los filósofos griegos consideraban el asombro como el inicio de filosofía. Los llevaba a interrogarse sobre la naturaleza de las cosas, el orden observaban en el universo y lo consideraban un reto para le mente descubrir la razón última del universo y sus leyes. También los salmistas y otros autores bíblicos se maravillaban ante las obras de Dios: “¡Oh Señor Dios Nuestro, qué admirables son tus obras en toda la tierra!”. El asombro puede ser también el inicio de nuestra oración, y nos puede llenar de alegría al constatar no sólo las maravillas del universo, sino lo que Dios hace en cada uno de nosotros, lo que os relata su Palabra. (Prosigue el próximo domingo)
lunes, 18 de mayo de 2009
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