Se dice que el catolicismo tradicional enfatizaba demasiado el pecado, y en particular los pecados relacionados con la sexualidad humana. Puede ser que haya sido así. Lo cierto es que muchos católicos se confesaban con cierta frecuencia, al menos varias veces al año, sobre todo en la Cuaresma y la Semana Santa. Cuando yo era niño en Irlanda había cuatro sacerdotes en mi parroquia, en un pueblo que tenía unos 3000 habitantes. Cada sábado los cuatro se dedicaban a confesar durante una hora y media a mediodía a niños, en la tarde de 7.00 a 9.00 a adultos. Había que esperar el turno y a veces bastante. Probablemente estas confesiones distaban bastante de ser celebraciones ideales del Sacramento. Lo cierto es que si la gente acudía, y sobre todo en tiempo de Cuaresma y Semana Santa, es que tenía conciencia de haber pecado y de querer recibir el perdón de Dios. Ciertamente impresiona leer los casos de grandes confesores como el Santo Cura de Ars o el Padre Pío que dedicaban tantas horas al confesionario. Lamentablemente las cosas han cambiado. Ya en el año 1946 el Papa Pío XII comentaba que el gran pecado del siglo XX era el hecho de haber perdido el sentido del pecado. Tengo más de 27 años de ministerio sacerdotal, ejercido en un total de siete países, y he de confesar que he pasado bastantes horas en confesionarios, pero en la mayoría de los casos desocupado, pues casi nadie acudía a recibir el Sacramento del Perdón.
Un gran porcentaje de los que sí acuden son mujeres. Da la impresión que casi los únicos que se confesar ya son los niños que van a recibir la Primera Comunión. A veces les acompañan algunas de las madres y algunas acuden. Muchos vienen a decirle al sacerdote que no tienen pecados que confesar, pese a haberse realizado una celebración penitencial, con un examen de conciencia con la ayuda de unas preguntas pormenorizadas basadas en los diez mandamientos, las virtudes teológicas y cardinales, y los deberes de un cristiano. No pocas aseguran al sacerdote que no han cometido ningún pecado, pese a no haber acudido al sacramento en veinte o más años. Incluso no faltan los que aseguran al sacerdote que jamás han cometido pecado alguno en toda su vida. El sacerdote intenta ayudarles con unas preguntas concretas que puedan ser útiles para un examen de conciencia, pero por lo general aseguran que no tienen pecado. Eso sí, bastantes de ellos no participan en la Santa Misa los domingos, y menos contribuyen a su parroquia. Eso sí, tienen la excusa de que no tienen tiempo debido a las abundantes ocupaciones, cuidado de los niños, pese a tener cuando mucho dos. Suelen asegurarle al sacerdote que no tienen pecados graves y se justifican o no se acusan directamente diciendo algo como: “uno miente, uno se enfada con los niños”. Éste se encuentra en un apuro porque el Sacramento de la Penitencia o la Reconciliación es un Sacramento para el perdón de pecados, y confesar al menos algún pecado, aunque sea menor, es condición necesaria para recibir el sacramento. Una hojeada muy somera de la Biblia nos revela que en casi cada página el hombre peca. De hecho en el sexto capítulo del Libro del Génesis leemos: “Viendo Dios que la maldad del hombre cundía en la tierra y todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continua, el pesó a Dios haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón” (vv 5-6). Se podría multiplicar los textos hasta la saciedad, de manera que, o la Biblia está equivocada o algo pasa con nuestra gente devota o más o menos devota que acude a nuestras parroquias hoy día en estos países occidentales. He observado que en lugares donde todavía se confiesan los fieles con cierta frecuencia, como he visto en Argentina, no es así. La gente viene y con naturalidad confiesa sus pecados, le hace algunas consultas al sacerdote, reza el acto de contrición.
Difícilmente podemos exagerar la importancia de la necesidad de la conversión en el seguimiento de Jesucristo. El mismo Jesús, siguiendo la huella trazada por su precursor Juan Bautista, inició su predicación con una llamada urgente a la conversión, como nos lo relata San Marcos en el inicio mismo de su evangelio: “El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca, convertíos y creed el Evangelio” (Mc 1,15). Es que Dios nos toma en serio, toma en serio nuestra libertad, como podemos observar en otros episodios de la vida de Jesús, como por ejemplo el acontecimiento de la caída de la torre de Siloé en la que se murieron 18 personas, o los galileos que Pilato mandó matar. La reacción de Jesús es muy significativa: “Si no os convertís, pereceréis todos de la misma manera”.
El Papa Juan Pablo II atribuía esta pérdida de sentido del pecado al secularismo reinante: “El «secularismo» que por su misma naturaleza y definición es un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de «perder la propia alma», no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre. Pero precisamente aquí se impone la amarga experiencia que el hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre. En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre” (Exhortación “Reconciliatio et paenitentia”, 18). También Benedicto XVI en una alocución reciente decía: La pérdida de la conciencia del pecado es una consecuencia de la pérdida del sentido de Dios. Donde se excluye a Dios de la vida pública, se pierde el sentido de la ofensa de Dios, la verdadera conciencia del pecado” (10-10-06 a los obispos canadienses).
Hay un grave déficit de catequesis, no solamente de los niños, sino sobre todo de los adultos. La cultura dominante es de indiferencia religiosa. Muchos de los que acuden a la parroquia de vez en cuando para pedir algún servicio, señal de que no se han separado del todo, en la práctica viven como si Dios no existiera. También algunos de los que acuden con asiduidad a la Iglesia se consideran exentos de pecado también. Ambos grupos tienen un desconocimiento casi total de la Biblia, más los del primer grupo que el segundo. No leen literatura católica ni escuchan radio católica de manera que la información que reciben de Dios y de la Iglesia les viene filtrada por los terminales mediáticos secularistas. Algunos de los católicos practicantes terminan asumiendo los mismos criterios del mundo de su alrededor. Hace poco estuve conversando con una par de señoras devotas acerca del problema los abortos ilegales que ha saltado a la prensa por los casos dramáticos de la Clínica en Barcelona que tiene máquinas trituradoras para deshacerse de los cuerpos de los niños abortados de 7 o más meses de gestación. Ellas comentaban que es una pena que no se dan a conocer mejor los medios anticonceptivos para poder evitar los abortos. Ellas han tragado la propaganda de que el aborto es resultado del no uso de los anticonceptivos. La realidad es otra, demostrada por estudios en Estados Unidos. Más se utilizan los anticonceptivos, más abortos habrá. Hay una continuidad entre el recurso a los anticonceptivos y el aborto. SE trata en todo caso en una actitud anti-vida en cada caso, de egoísmo feroz, además de otros problemas como la falta de apoyos que la mujer con un embarazo no esperado encuentra.
Si falta luz uno no puede ver manchas negras. El pecado se puede apreciar en su verdadera dimensión cuando se está cerca de Dios. Por eso, los santos se confiesan con frecuencia, y no creo que pensemos que tengan más pecados que los demás mortales. Alguno ha comentado que hay dos tipos de cristiano, los santos que se consideran pecadores, y los pecadores que se consideran santos. Otro observaba que muchos creen tiene una gran fe en la Inmaculada Concepción, no tanto de la Santísima Virgen, cuanto de ellos mismos. La Primera Carta de San Juan dice que “el que dice no tener pecado es un mentiroso y Dios no está en él”. Aquí el autor supone que cualquiera reconoce que es pecador, pero hoy día muchos, tan vez la mayoría de los cristianos se están engañando al vivir una vida superficial, en un mundo secularizado y llegando a ser incapaces de reconocer la luz de Dios, y por tanto las grandes manchas del pecado en sus vidas.
Tanto el Antiguo Testamento como el mismo Jesús, afirman que el resumen de todos los mandamientos de la Ley de Dios es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo”. Luego Jesús cuenta la parábola del Buen Samaritano para enseñarnos quién es el prójimo, el más cercano. Resulta que el prójimo era el Samaritano, enemigo nato del judío, a quien un buen judío no hacía más que despreciar. Ni siquiera lo saludaría, mucho menos socorrerle, llevarle a una posada, mandar al posadero que lo cuidara y comprometerse a pagar los gastos incurridos. ¿Quién puede decir sinceramente que cumple este mandamiento, o la otra parte de amar al prójimo como a sí mismo? ¿O quién puede decir que cumple a la perfección los criterios que pone Jesús en su relato del Juicio Final”: “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber, fui forastero estuve, enfermo, en la cárcel y me socorristeis”. Al parecer algunos de nuestros católicos que se declaran no practicantes aseguran que sí cumplen todos estos requisitos del seguimiento de Jesús.
San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales se propone ayudar al cristiano a “buscar y hallar la voluntad de Dios en su vida”, a eliminar los obstáculos que encuentra en su camino hacia el fin que Dios le ha dado como criatura suya. Parece obvio que cualquier actividad humana está orientada a alcanzar algún fin, como índice el adagio latino de los antiguos escolásticos: “omnis agens agit propeter finem” todo agente actúa en vista de un fin). Por lo tanto, parece lógico que el ser humano, que es el único en el mundo que goza de autoconciencia y que puede conocer el fin por el que actúa, se renuncie a pensar o considerar el sentido último de su vida. Es inevitable que esta cuestión del fin, del sentido de la propia vida surja de vez en cuando al menos, pero lo común es que rápidamente nuestros contemporáneos lo repriman, se distraigan en la consecución de sus fines diarios, como son el trabajo, la así llamada “calidad de vida”, y sobre todo lo demás la salud, porque consideran que sin salud no pueden gozar de los demás bienes y pueden llegar a ser dependientes de otros. Cuando vienen jóvenes, no tan jóvenes, pues hoy día casi nadie se casi antes de los 30 años, a pedir casarse o el bautismo de un niño, suelo plantearles esta pregunta sobre el sentido de la vida, lo más importante de todo en la vida. La mayoría no tienen duda en afirmar que se trata de la salud. Cuando les interrogo acerca de la naturaleza de la salud, en qué consiste, no saben qué contestar. Les parece una pregunta tonta, una perogrullada. Luego cuando les digo que todos, si no nos morimos como resultado de un accidente, vamos a ir perdiendo poco la salud, que algunos nacen sin salud o con una precaria salud, si su vida no tiene sentido. No saben qué contestar. Si bien es cierto que la salud es un bien importante en la vida, pero la salud no lo es todo. ¡Cuántas personas con salud disminuida a lo largo de toda la vida viven una vida plena, dedicada a Dios y a los hermanos! Otros muchos que han sufrido accidentes graves que los han dejado incuso paraplégicos logran superar en gran medida la discapacidad y alcanzar un notable nivel de felicidad, o como se suele decir hoy día “calidad de vida”! Sin embargo, pocos son los que aprecian que lo más importante no es tener o no salud, sino tener fuerza interior de alma, tener fe, amor a Dios y al prójimo para ir superando los obstáculos que inevitablemente se nos presentan en la vida, e ir alcanzando el fin último que en el evangelio se denomina “la vida eterna”.
Pocos son los que aprecian lo que se ha dado en la vida del creyente con el bautismo, lo que se llamaba antes con más frecuencia, la vida de gracia, o la incorporación en Cristo. En el fondo lo que hay es un debilitamiento de la fe, el olvido de la meta de la vida cristiana. Marx y Nietsche acusaban a los cristianos de ocuparse tanto de la vida futura que se olvidaban de la vida presente y la necesidad de mejorarla. Al parecer les han hecho caso, de manera que ahora nos hemos olvidado de la vida eterna, de la meta de nuestro caminar en este mundo. Recordemos, pues, la frase evangélica que tanta mella hizo en el alma de San Francisco cuando era compañero de San Ignacio en la Universidad de París: “¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida”.
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