HOMILÍA,
XII DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO CICLO C.
SAN
PABLO Y LA LIBERTAD.
Vivimos
en una época en la que una de los máximos anhelos de las personas y
especialmente los jóvenes es la libertad. Sabemos que Dios entregó
al hombre el don del libre albedrío. Los animales no tienen tal
libertad. Están cerrados en su mundo de instintos. Por ejemplo, es
imposible que un animal haga una huelga de hambre. Si tiene hambre y
hay alimento disponible no tiene ninguna libertad de tomarlo o no.
Las abejas están programadas para hacer la miel de la manera que la
hacen y no tienen ninguna posibilidad de cambiar o mejorar este
método. Por más que han intentado enseñar a los monos palabras y
en algunos casos les han podido enseñar hasta 250 palabras, pero más
allá de repetirlas no son capaces de armar una oración juntando las
palabras que les han enseñado. En cambio, como nos dice el Libro del
Génesis, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y esta
cualidad consiste en el hecho de que tiene un alma espiritual capaz
de conocer la verdad y un apetito espiritual que es la voluntad que
puede escoger entre actuar o no actuar, hacer algo bueno y algo malo.
Esta semejanza con Dios le proporciona al hombre la dignidad que le
es propia y que reconoce como tal.
No
obstante, la libertad del hombre tiene muchos límites. Hemos nacido
sin que fuera un acto libre de parte nuestra, ni escogimos donde
íbamos a nacer, qué lengua iba a ser nuestra lengua materna.
Nacimos con ciertos genes que podrán provocar ciertas enfermedades a
lo largo de nuestra vida, pero nada de esto ha dependido de nuestra
libertad. Nacimos en un cierto país con una cierta cultura. Por
haber nacido en España o Hispanoamérica o en Europa en general,
hemos adquirido o asimilado una cultura cristiana porque desde hace
casi dos mil años el cristianismo ha penetrado profundamente nuestro
país y queriéndolo o no hemos asimilado muchos aspectos de la
cultura cristiana.
San
Pablo dice en nuestra primera lectura de la Carta a los Gálatas:
“Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado”. ¿A qué se
refiere el Apóstol aquí? ¿Nos está diciendo que dado que somos
libres podemos hacer lo que nos da la gana, o por el contrario nos
está diciendo que debido a que Cristo nos ha liberado del pecado,
del mal y de la muerte, somos verdaderamente libres? Pues resulta que
lo que quiere decir es lo segundo. Para San Pablo, uno es esclavo o
del pecado o esclavo a servidor de Cristo. Pero, si tanto anhelamos
la libertad, parece que no se trata de lo que comúnmente se piensa.
¿Quién el más libre, el que tiene un vicio como el alcolismo, la
droga, el juego o como es común hoy en día una adicción al móvil
de forma que no parece que pueda vivir sin estas cosas?
San
Pablo veía a los paganos como esclavizados, y eso los que no eran
oficialmente esclavos porque caían en muchos vicios. Recordemos que
lo primero que enseñó Jesús, según podemos constatar al inicio
del Evangelio de San Marcos era la necesidad de la metanoia o
cambiar de mente, de mentalidad o de actitud. Al
ser bautizados hemos sido incorporados en Cristo y hemos sido hechos
nuevas criaturas de manera que lo viejo, es decir los vicios y las
malas tendencias han sido vencidos y hemos adquirido la mente de
Cristo, pero eso no es automático o permanente. Podríamos vender o
perder nuestra libertad y volver a caer en la esclavitud. Por
eso dice Pablo: “No os sometáis
de nuevo al yugo de la esclavitud”.
Hay
una esclavitud que consiste en dejarse llevar por el egoísmo según
nos dice el Apóstol a continuación. Fue por soberbia o egoísmo que
Adán y Eva cayeron en la trampa de las serpiente que los engañó
haciéndoles pensar que podrían decidir lo que es bueno y lo que es
malo, es decir ser como Dios, y debido al egoísmo se dejaron
engatusar por el demonio y perdieron no solo la libertad, sino la
comunión con Dios, la felicidad y comunión mutua y se trajeron
encima todos los males que todos conocemos.
Luego
procede San Pablo: “Sed esclavos unos de otros por amor “ y
recuerda que al amor mutuo es la síntesis de la ley. Conviene que
recordemos que el hombre es un ser esencialmente social y necesita
vivir en comunidad, en primer lugar en la familia, para poder
desarrollarse y llegar a desarrollar las virtudes y cualidades que lo
caracterizan como imagen y semejanza de Dio e Hijo suyo en Jesucristo
Nuestro Señor. Por lo tanto, el amor a Dios y al prójimo están
relacionados con la verdadera libertad.
Desde
el Renacimiento y la Reforma Protestante se ha ido introduciendo cada
vez más el individualismo. La familia es la primera comunidad que
conocemos y es esencial para nuestro desarrollo y perfeccionamiento.
La cultura que se ha ido desarrollando desde esa época que suele
llamarse liberalismo priva el individualismo y la libertad negativa.
Unos filósofos ingleses del siglo XVII, Thomas Hobbes y John Locke
fueron los primeros en promover esta ideología y fueron seguidos por
el francés Jean Jacques Rousseau en el siglo XVIII. Ellos no creen
que el hombre sea un ser esencialmente social, sino que postulan una
situación primitiva en la que no había armonía, o existía “el
salvaje noble de Rousseau”, o que la introducción de la propiedad
privada provocó desorden de manera que fue necesario establecer un
contrato social para que haya orden y el hombre pudiera alcanzar un
nivel de felicidad. No creen en las comunidades naturales queridos
por Dios que son la familia y la comunidad política. El Estado sería
neutral en relación con la religión, pero eso no es lo que se da.
Ya hemos llegado al final de las posibilidades de este sistema que
con la falsa noción de la libertad negativa que es una
autodeteminación lo más amplia posible mientras no estorba la
libertad del otro. Es lo que nos ha dado la revolución sexual, el
transgenderismo y demás males que hoy conocemos.
Para
alcanzar la verdadera libertad, tenemos que someter los instintos y
pasiones al dominio de la razón iluminada por la fe. San Pablo, aquí
en en otras cartas habla de la carne y el espíritu. Cuando se
refiere a la carne no es solamente lo relacionado con el sexto
mandamiento sino el reino del mal, de las tendencias malas no
controladas, el egoísmo, la sensualidad y demás vicios. Luego habla
del espíritu, aquí se trata de haber colocado todo nuestro ser bajo
el dominio de Jesucristo y la acción del Espíritu Santo. En la
carta a los Romanos habla de la lucha que se da entre la carne y el
espíritu.
Es
cierto que Dios nos ha dado el libre albedrío, pero como todos sus
dones a nosotros nos toca formarnos, desarrollar estos dones de forma
que nos ayuden a cumplir su plan para nuestra vida digna en este
mundo y la felicidad plena y perfecta en el futuro en el cielo. El
filósofo Aristóteles decía que el hombre nace como una tabla
rasa, es decir, el niño tiene
que aprender todo. Se trata, pues de una libertad virtual que tiene
que desarrollarse y perfeccionarse. De lo contrario, no llegamos a la
“plentitud de la edad de Cristo”.
Hay variedad de talentos,
pues no todo mundo tiene los mismos talentos musicales o literarios,
aunque si nos dedicamos a practicar cualquier arte u oficio
ciertamente mejoraremos, pero nadie garantiza que llegaremos a ser
grandes artistas como Mozart o Miguel Ángel que tampoco es
necesario. Influyen muchos factores como las circunstancias de
nuestra niñez, el tipo de colegio o educación en general que hemos
podido adquirir, el hecho de haber tenido unos padres y maestros que
nos estimularon y dieron buen ejemplo, o el hecho de haber podido
juntarnos con buenos compañeros etc. En todo caso, mucho depende de
nuestra voluntad de practicar la virtud, de superar los vicios del
egoísmo, la vanidad, la envidia, la pereza, la impaciencia, la
tendencia a dar rienda suelta a nuestros vicios, el haber querido
formar buenos hábitos. Si formamos parte de este grupo de personas,
lo que nos dice San Pablo en nuestra segunda lectura de hoy nos ha de
estimular y ayudar a alcanzar la meta que Dios nos tiene reservada.
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