sábado, 10 de octubre de 2020

¿La Biblia nos dice algo sobre cómo es el cielo?

HOMILÍA PARA EL DOMINGO XVIII DE TIEMPO ORDINARIO, CICLO A, 11 DE OCTUBRE 2020.

La puerta al cristianismo es la fe divina, pero ¿cómo podemos describir la fe? Primero, hay que afirmar que la existe la fe humana y la fe divina o la respuesta a la revelación divina. La fe humana es esencial para que podamos vivir en una sociedad con un nivel básico de armonía, paz y seguridad. Si cada mañana al comprar el pan, tuviéramos que preocuparnos si está envenenado. Si bien es cierto que en nuestro mundo moderno hay muchas toxinas, sea en el aire, en los fertilizantes que luego se pasan a los alimentos etc. ya conviene mejorar esta situación, pero si no tuviéramos un mínimo de confianza sobre tales cuestiones, nos volveríamos locos. La palabra fe en español proviene del latín fides que significa confianza. La fe divina es la respuesta a la revelación de Dios sobre sí mismo y su plan de salvación para todos los hombres y está recogida en primer lugar en la Sagrada Escritura, luego en los Credos, como el Niceno que recitamos en cada Misa o el Apostólico. Es razonable creer lo que Dios nos ha comunicado porque, por un lado, es posible probar con argumentos filosóficos y razonables la existencia de Dios y algunos de sus atributos como por ejemplo su omnipotencia, que es creador del universo etc. Es razonable creer lo que el Creo contiene y los dogmas de fe propuestos por la Iglesia. Se dice también que la fe es obsequium rationale, una renuncia racional o razonable. Renunciamos a la evidencia que en otros casos erigiríamos, debido a que hay argumentos suficientes para que sea razonable creer en lo que Dios ha revelado,  El Credo dice creemos en la vida eterna, es decir el cielo, pero nuestra curiosidad desearía saber algo sobre la naturaleza de esa vida plena y perfecta que no termina que llamamos la vida eterna o el cielo. No sería posible proporcionar unas pruebas evidentes sobre la naturaleza del cielo porque una de las características de la fe es la oscuridad, pero también la certeza. La fe nos da una cierta luz sobre la naturaleza de Dios y todo lo que nos ha revelado y la esperanza que nos propone, pero se trata no de  una luz comparable con el pleno día sino algo así como la aurora, que es una luz que va creciendo y en nuestro caso, llegaremos a la plena luz al pasar de este mundo a la vida eterna.

San Pablo escribe a los cristianos de Corinto que ojo no ha visto ni oído ha escuchado las cosas que Dios ha preparado para aquellos que lo aman (1 Cor 2,9). Esto se deba a que en este mundo no poseemos la capacidad o la luz que se necesita para captar lo que es el cielo y qué exactamente podemos esperar. Santo Tomás de Aquino afirma que recibiremos otra luz que llama lumen gloriae. En este mundo, se nos comunica una vida nueva, una participación en la naturaleza divina como afirma San Pedro en su Segunda Carta 1,3). Esta nueva realidad se llama también la vida de gracia que a su vez se concreta en la vivencia de la fe, la esperanza y la caridad. Un poco como la bellota y la encina, en esta vida tenemos como semilla esta nueva vida y llega a su plenitud en el cielo. Esto no quiere decir que la Sagrada Escritura no nos da algunas pistas aunque sea a través de símbolos acerca de lo que podemos esperar. Pues, si no tuviéramos ninguna noción sobre el objeto de nuestra esperanza, sería bastante más difícil mantener tal esperanza. Veamos, pues cómo nuestra lectura del Profeta Isaías 25.6-10a) de hoy  nos ayuda en este sentido. 

En primer lugar, se trata de una montaña, una imagen recurrente en la Biblia cuando se trata del encuentro de los grandes personajes bíblicos con Dios. Hay que subir a una montaña y Dios baja de su trono en el cielo. Se da en el caso de Moisés en el Monte Sinaí donde recibió las tablas con los diez mandamientos y se selló la alianza de Dios con su pueblo. De igual manera, Elías sube a la misma montaña también llamada Horeb par su encuentro con Dios luego de haber realizado un largo viaje por el desierto (1Re 19). También en el Nuevo Testamento, la montaña es un lugar privilegiado para la manifestación y el encuentro con Dios. Jesús, además de entregar su Sermón de la Montaña, también iba a orar toda la noche en montañas. Pasó su agonía en el Monte de Getsemaní y una de sus últimas aparición como resucitado fue en una montaña en Galilea (Mt 28). Al subir una montaña abandonamos la vida ordinaria de cada día y entramos un espació hermoso que nos facilita el encuentro con Dios. Además, Jerusalén está construida sobre un monte, y más en concreto el templo estaba en el Monte Sión. A este monte, Isaías se refiere en nuestro pasaje de hoy. Un aspecto de la misión del Mesías era reunir a los dispersos precisamente en el Templo o Sión.

Otra imagen que la Biblia utiliza para ayudar a nuestra imaginación al hablar del cielo es la del banquete: Dios preparará un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos. Una de las experiencias más gozosas que experimentamos en esta vida es un banquete de bodas, una cena de Navidad y en general la posibilidad de compartir la comida en una gran ocasión. De hecho, no hay verdadera celebración sin compartir comida. Me acuerdo haber leído sobre una encuesta que hicieron en Australia sobre aquello que más alegría le da la gente, y resulta que era la de compartir un almuerzo o una cena en una ocasión importante y memorable. Hay otras experiencias como ganar un partido que lleva a la gente por unos momentos a salirse de sí mismos y expresar su alegría. Los místicos describen sus experiencias extraordinarias que solemos llamar éxtasis  como unos momentos de cielo. La diferencia de este tipo de experiencia en esta vida es que se trata de algo breve y pasajero, mientras el cielo es eterno. 

Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. El paño y el velo pudiera significar la tristeza que siempre está cerca de nosotros mientras estamos en esta vida. Luego se dice que Dios aniquilará la muerte y enjugará las lágrimas de todos los rostros.  Se dice lo mismo en el libro del Apocalipsis, precisamente al final. La muerte está íntimamente relacionada con el pecado, pues no se trata de algo querido por Dios sino odiado por él y el mayor mal que existe. Por otro lado, no puede ser que el plan de Dios para la eterna felicidad del hombre que ha costado la sangre de su Hijo Jesucristo Nuestro Señor fracase. La Biblia termina con un gran mensaje de esperanza, adelantada aquí en el Libro de Isaías. 

En el Monte Sión donde se encontraba el Templo, se realizaba los sacrificios, la alabanza y acción de gracias a Dios por todo lo que había hecho. Sin embargo, el culto del Templo estaba destinado a terminar una vez que Jesucristo ofreció el verdadero y eterno sacrificio como Sumo Sacerdote en la cruz. Este culto consistiendo en sacrificios, acción de gracia, petición y alabanza a Dios al terminar, abre el camino para el verdadero "en Espíritu y en verdad", de paso a la Eucaristía que también es un banquete en el que recibimos a Cristo como alimento y fuerza, pan para el camino, fármaco de inmortalidad. ¿Y nosotros llegamos a nuestra celebración de la Eucaristía cada domingo llenos de alegría y con ganas de encontrarnos con el Señor  para alcanzar la alegría y el gozo eternos?  







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