HOMILÍA DEL CUATRO DOMINGO DE CUARESMA, CICLO C, 31 DE MARZO DE 2019.
En los años 70, conocí una familia que vivía primero en el Contado de Westchester. Se trataba de católicos devotos y bastante acaudalados. Como es bien conocido, se dieron muchas barbaridades tanto en la Iglesia como en la sociedad en aquella época. Llegó un sacerdote "moderno" a su parroquia y se puso a "liberalizar" varios aspectos de la vida parroquial, pero tanto esta familia como otras muchas se opusieron. El cura decidió que las Primeras Comuniones se celebrarían cualquier domingo y sin que los niños se vistiera como es tradicional. Se crearon dos bandos en la parroquia y tanta fue la crispación que esta familia decidió vender su casa e ir a vivir en un pueblo de Connecticut. Habían enviado a su hijo a estudiar en el Colegio de los Jesuitas de Fordham en el Distrito de Bronx en Nueva York. Resulta que el chico se hizo rebelde, cosa que los padres consideraban culpa de los Jesuitas también ellos en la vorágine de los años 70. Se hizo hippy y se fue a Arizona donde al parecer vivía con una colonia de jóvenes de las mismas tendencias. Luego de un tiempo de haber perdido el contacto con los padres, se presentó en su finca en Connecticut en una furgoneta juntamente con una chica. En la época era común que los jóvenes consiguieran una furgoneta de este tipo le pusiera alfombra y un aparato de música y se fueran a viajar por el país. El padre, cuando descubrió que el hijo estaba allí con la chica y obviamente que convivía con ella, les mandó marcharse, pues consideraba que él no iba a facilitar la fornicación en la que obviamente vivían. Más adelante, tuve ocasión de visitar a la familia, y el hijo estaba presente luego de haberse reconciliado con su padre. Esta historia en parte se parece a una versión moderna de nuestro evangelio de hoy, normalmente conocido como la Parábola del Hijo Pródigo, aunque sería más correcto llamarla la Parábola del Padre Misericordioso.
En su homilía para hoy, Monseñor Barron, Obispo Auxiliar de Los Ángeles, tomando una idea del teólogo protestante alemán Paul Tillich, presenta la distinción entre lo que es la heteronomía, la autonomía y lo que llama la teonomía. Estas palabras provienen del griego, heteros signifca otro, y nomos ley. Quiere decir que uno se somete a una ley proveniente de otros, mientras autonomía se refiere a una ley proveniente de uno mismo, mientras teonomía se refiere a una ley que proviene de Dios. Hoy en día, en una época en la que se piensa que la libertad consiste en hacer lo que a uno le viene en gana y sobre todo no estar sometido a los dictados y mandatos de otro, a la gente le cuesta mucho someterse a tales leyes, Este es el caso de los niños que se someten porque no tienen más remedio a las normas impuestos por sus padres. Es lo que Freud llamaba el superego. Lo normal es que cuando llega la adolescencia los chicos se rebelan en contra de las normas impuestas por sus padres. Esto sería una expresión del rechazo de la heteronomía, y el intento de regirse por la autonomía. Sin embargo, esto tiene su lado oscuro, porque si cada quien quiere hacer lo que le viene en gana, se crea el caos. Un filósofo inglés del siglo XVII, Thomas Hobbes, pensaba que al inicio la sociedad humana era bellum omnium contra omnes (guerra de todos contra todos) y que se necesitaba una mano dura para imponer orden. La imposición externa del orden en contra de la voluntad de uno puede ser causa de rebelión, pero la autonomía tiene sus consecuencias nefastas también. Entonces, Tillich propone la teonomía, es decir, la sumisión a la ley de Dios que es el Creador y que busca nuestra mayor bien. Además, aunque Dios está en otro nivel comparado con nosotros, nos ha creado a su imagen y semejanza y a través de la razón humana nos ha dado una participación en su ley eterna que coincide con su divina providencia con la que gobierna el universo.
Veamos ahora cómo esto se puede ver aplicado en nuestra parábola de hoy. El hijo mayor se habría quedado en el nivel del niño siempre obediente, pero viendo los mandatos del padre como una imposición un poco odiosa. Se queja de que ha servido lealmente al padre siempre, pero que no ha tenido ninguna fiesta con sus amigos. En cambio, el hijo menor sería como el adolescente que pide injustamente a su padre lo que le corresponde de la herencia, aunque en realidad según las costumbres de la época no se entregaba la herencia hasta la muerte del padre. Había malgastado sus bienes con mujeres y fiestas y al final se quedó en la ruina. Tal era su ruina que no le quedaba más remedio que trabajar en cuidar los puercos de uno de los vecinos de la región. Es fácil imaginar la degradación que implicaría para un judío tener que cuidar cerdos, un animal considerado impuro.
El padre, en cambio, que simboliza a Dios, no solo entrega parte de sus bienes al hijo y lo deja marcharse, sino que cuando volvió lo vio desde lejos y en vez de regañarlo, mata el becerro cebado, le coloca un anillo en su dedo y un manto nuevo y hace fiesta "porque el que estaba perdido o muerto lo ha recuperado". En cambio, el hijo mayor que siempre ha obedecido al padre, pero más o menos de mala gana, se queja por la bondad y la misericordia del padre, que lo invita a entrar en la fiesta. Ambos habían fallado, el mayor representa la actitud del fariseo que cumple escrupulosamente la ley de Dios, pero tiene mucha dureza de corazón y en realidad aunque piensa que gracias a su cumplimiento escrupulosa de la ley va a recibir el premio merecido de Dios, necesita cambiar de actitud y adquirir la del padre que es generoso y perdona lo peor gracias a que el hijo menor había tocado fondo y se había dado cuenta de que había perdido la dignidad que tenía como hijo en la casa del padre y estaba dispuesto a regresar pero ser aceptado como criado en la casa del padre, cosa que el padre no aceptaba de ninguna manera.
Ciertamente, vemos la necesidad que ambos hijos tenían de crecer y madurar, de aprender de las actitudes del padre que por un lado perdona las barbaridades hechas por el hijo menor y enseña al mayor que pese a su aparente fidelidad, le faltaba mucho. Le faltaba la misericordia y la capacidad de perdonar. Así en este domingo de Cuaresma se nos presenta un aspecto fundamental de Dios, su misericordia, su bondad, los extremos a los que llega para lograr el arrepentimiento del hijo menor aceptándolo como hijo que era, y no criado y ayuda al mayor a superar su actitud mezquina e infantil para que pudiera asemejarse él también al padre en generosidad, bondad y misericordia.
sábado, 30 de marzo de 2019
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