sábado, 22 de diciembre de 2018

EL REY DAVID Y EL MESÍAS

IV DOMINGO DE ADVIENTO, CICLO C, 23 DE DICIEMBRE DE 2018,

No es posible insistir suficientemente en el hecho de que no basta tener una idea general y abstracta de quién es Jesús, o que es uno de tantos hombres sabios, como algunos rabinos, sufi, grandes sabios como Confucio u otros que han aparecido en la historia y han invitado a la gente a buscar la paz y el bien de la humanidad. Todo esto tiene su importancia, pero si reducimos a Jesucristo a esta categoría, no hemos captado prácticamente nada acerca de su verdadera identidad. Entonces, ¿cómo hemos de proceder para descubrir quien es de verdad Jesucristo? Debemos de seguir el mismos camino que San Pablo y los evangelistas, y en general los primeros cristianos. Ellos partieron de los hechos y realidades del Antiguo Testamento, con los que tenían una gran familiaridad. Esto precisamente, porque el Antiguo Testamento es ante todo promesa y preparación para la llegada de Jesús, el Cristo o Mesías e Hijo de Dios, que es como San Marcos da inicio a su evangelio. Deberíamos, pues de recoger las grandes instituciones del Antiguo Testamento que se cumplen en la persona de Jesús e incluso son superadas porque pese a que Jesús es profeta, es más que profeta, es sacerdote, pero es más que cualquier sacerdote de la antigua alianza; es rey  pero es más que cualquiera de los reyes, aunque la Biblia presenta a David como el más grande de los reyes. Jesús supera también a Salomón que la Biblia considera como el hombre sabio por antonomasia. Es más que el templo, pues el templo estaba destinado a desaparecer y fue destruido en el año 70. También con Jesús se establece la nueva y eterna alianza profetizada por el Profeta Jeremías (31,31-33).

Nuestra primera lectura de hoy nos presenta la profecía del profeta Miqueas unos 700 años antes de Cristo que profetisa que el Mesías, o ungido nacería en Belén, que no era un pueblo de ninguna importancia. Inmediatamente, la mención de Belén nos pone en relación con el Rey David. Sabemos que según las genealogías que tanto San Mateo como San Lucas nos entregan al inicio de sus evangelios que la figura de David es importante y fundamental, sobre todo como rey, que fue ungido por el profeta Samuel, conquistó Jerusalén y llevó allí con gran solemnidad el Arca de la Alianza y cumplió también la misión de sacerdote en cuanto que ofreció sacrificios a Dios en aquella ocasión. Cabe recordar que tanto los reyes como los sacerdotes eran ungidos, y que la palabra Xristós en griego significa "ungido" y corresponde con maschal en hebreo.

Para captar la importancia fundamental de la figura de David en la historia de la salvación, nos conviene repasar el texto emblemático de 2Samuel 7, 1-12. Se trata de la profecía de Natán "El Señor te anuncia que te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres,, afirmaré después de tí la descendencia que saldrá de tus entrañas y consolidaré el trono de su realiza...Yo será para él padre y él será para mí hijo". De ahí la importancia de las palabras del Arcángel Gabriel a María: El será grande y se llamará Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el torno de David su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin" (Lc 1,32-33). Los contemporáneos de Jesús entenderían perfectamente esa referencia a David en cuanto que se esperaba que el Mesías que iba a venir, sería precedido por Elías y  establecería el Reino de Dios como un nuevo David que había logrado establecer un gran reino en Israel y los territorios de alrededor. Los mismos apóstoles tenían bien asimilada esta concepción de manera que incluso en el episodio de la Ascensión de Jesús al cielo, le preguntaban: "Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Isreal".

Por lo tanto, en esta Navidad, no nos debería de bastar la contemplación del Belén y del niño acostado entre la paja, sino ir más allá a descubrir su verdadera identidad como Hijo de Dios que en palabras de San Pablo, "Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 6-8).


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